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Actualizado: 5 de mayo de 2025


Adolfo era realmente un hombre superior, como se verá en el curso de la presente historia. Hablaba poco, reía menos, y el espectáculo de las pasiones humanas no lograba turbar el vuelo elevado de sus pensamientos.

La codicia había sido, sin embargo, peor que la lascivia, ya que, si bien toda revolución herética o impía empezaba con deportes, amoríos y relajación de costumbres, siempre era la codicia la que lograba que triunfase, convirtiendo la revolución en cucaña, en cuyo extremo superior se ponían los bienes de la Iglesia.

Varias veces sentí un principio de amor, un interés repentino, una relampagueante emoción; pero luego aplicaba serenamente mi juicio a los fundamentos de toda pasión incipiente, hasta que lograba disiparla. Es axiomático que las mujeres desconfían de los hombres en general y confían en ellos en particular. Esto es un poco inexplicable, pero es así. Yo procuré siempre hacer lo contrario.

Se diría que trataba de justificarse, de demostrar algo; pero no lo lograba.

Cuando la criatura despertaba de su sopor, levantando trabajosamente la cabeza sobre el cuello delgado como un hilo, la madre, para ahogar sus gemidos débiles, lo aproximaba al pecho; pero el pequeño retiraba la boca adivinando la inutilidad de sus esfuerzos en aquel colgajo de carne del que sólo lograba extraer una triste gota.

Cuando volvía a su casa, encontraba que su padre se moría. Sin sentir dolor alguno, veía cómo se apagaba la existencia del autor de sus días. El médico indicaba que no había más recurso... Llegaba el sacerdote, pero el moribundo sólo lograba enunciar, con gran dificultad, las palabras: ¡El cofre...! El salón en que se hallaba don Alejandro guardaba muchas obras de arte y objetos antiguos.

En seguida, con una alteza de lenguaje y de gesto que Ramiro no había advertido en ella hasta entonces, expresó que no había en este mundo dicha comparable a la de aquel que lograba sumergirse en la contemplación del Ser Único, verdadero, permanente, teniendo siempre fijo el pensamiento en su majestad y esplendor, a fin de que la muerte le sobrecogiera en dicho estado.

Poseía también una voz fresca y suavísima y cantaba y tocaba la guitarra con tal primor que pocos la aventajaban en el reino de Andalucía. En Cádiz era conocida y estimada por esta habilidad, aunque pocas veces se lograba oirla desde que se había casado. Sólo entre amigos y después de hacerse rogar tomaba entre las manos el guitarrillo y echaba al aire una copla.

Tenía el revólver, arma que lograba ocultar como esconden el aguijón ciertos insectos, sin saberse nunca con certeza de dónde volvía á surgir. Y por si no le era posible valerse de él, contaba con el alfiler de su sombrero. Míralo... ¡Con qué gusto lo clavaría en el corazón de muchos!...

La aña reía ante los temores de la señorita, á la que trataba con la misma familiaridad que cuando era niña. ¡Inocente! ¿Qué mal podía haber en aquel encuentro de novios, en plena tarde, en un jardín y bajo la mirada de ella, que era como su madre? Pero Pepita no lograba tranquilizarse: el respeto y el miedo á su mamá la dominaban.

Palabra del Dia

condesciende

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