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Actualizado: 5 de mayo de 2025


La aclamación se iba convirtiendo en murmullo á medida que una parte de los espectadores tras otra lograba divisarle. ¡Cuán pálido y débil parecía en medio de todo este triunfo suyo!

No se sabía ciertamente cuál de las amigas despachaba más: en cambio, a su lado, encaramada sobre un almohadón, había una aprendiza, niña de ocho años, que con sus deditos amorcillados y torpes apenas lograba en una hora liar media docena de papeles.

No se queda ni un céntimo de lo que gana, y eso que no tenemos familia, que es lo que más le gustaría. Pero la pobre mujer no lograba convencer a nadie de la bondad de su Pepe. Bastaba verle. ¡Vaya una cara! En presidio las había mejores.

El esclavo que trabajaba en el campo vivía perennemente amagado del látigo y el grillete, y el que lograba la buena suerte de residir en la ciudad tenía también, como otra espada de Damocles, suspendida sobre su cabeza la amenaza de que, al primer renuncio, se abrirían para él las puertas de hierro de un amasijo.

Pero á continuación no pudo evitar un sentimiento de celos contra este pobre joven obscuro y enfermo. Vivía á todas horas cerca de Alicia, mientras él no lograba verse admitido en su «villa» ni como simple visitante. ¿Por qué?... Llevaba varias semanas haciendo conjeturas, atisbando una ocasión para encontrarse con Alicia.

La charla gozosa del viejo le parecía insufrible en aquel momento. Pero por más que hacía no lograba despegarse. Al fin tuvo que decir con acento malhumorado: Vaya, déjeme usted, señor Rafael, que tengo prisa. El viejo le miró á la cara sorprendido y, observando su palidez, soltó la carcajada.

Mariana le suplicaba que no fuese excesivamente severo con ellos; serían tal vez padres de familia. Mas no lograba ablandarle. Indudablemente, sus principios de justicia municipal eran más inflexibles que sus músculos cervicales, a juzgar por el número incalculable de veces que volvía la cabeza hacia el sitio en que Esperancita y Pepe departían. No estaba celoso.

Hablaba con vagas alusiones de la temible navaja, cuyo escondrijo nadie lograba encontrar. Iba a salir a luz de un momento a otro. Y si la saco, se acaba too... ¡too! Sintió una mano en un hombro y volvió la cabeza. Era don Carmelo el de la comisaría: el hombre que le inspiraba más respeto en el buque; todo un caballero, y además paisano.

La sacaba del salón, la llevaba á la catedral y la encerraba en un confesonario: luego se marchaba, y las puertas del templo se cerraban. ¡Qué angustia! ¡qué desesperación!... Pero á fuerza de golpes lograba romper la puerta, y sin saber cómo se encontraba en medio del campo... Un golpe de gente venía hacia ella gritando: «¡Huye, Demetria, huye! ¡Ahí viene! ¡ahí viene! ¿Quién viene? preguntaba ella. ¡Un lobo! ¡un lobo que está rabioso!» Y ella se daba á correr; pero no podía: las piernas le pesaban como si fuesen de plomo: los demás corrían y ella no podía seguirles.

No se veía obligado á romper como él con la familia, porque el dinero le daba una superioridad irresistible, poniéndolo á cubierto de humillaciones; porque con un puñado de su riqueza, esparcida sin regatear, lograba entretener diariamente al enemigo, con el que estaba obligado á hacer vida común.

Palabra del Dia

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