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Actualizado: 28 de mayo de 2025
La criatura, paralizada de terror, no lloraba. No le dolían siquiera las heridas. Al cabo de pocos momentos se presentó de nuevo Concha acompañada de la señora.
Desde entonces fue para mi un verdadero suplicio el ver al señor de Couprat, y observar todas las atenciones y delicadezas de que colmaba a Blanca. ¡Cuánto lloraba en silencio! pero eso sí, nunca, nunca sentí celos de Juno. ¡Dios mío! no; yo era una criatura que amaba sincera y profundamente, pero sin que la más mínima sombra de pasión feroz se mezclase a mi amor.
Algunas mujeres subieron a ver el cadáver de la hija de Maricadalso, cuyo ataúd acababa de traer López. Era una muchacha bonita, cigarrera, con opinión de honrada. Maricadalso subía a su casa, lloraba junto al cuerpo de su hija, bajaba a gritar de nuevo, blasfemando, volvía a subir y a llorar.... Ya no parecía la Muerte sino la Locura cantando a su modo el Dies irae.
¡Gracias! ¡gracias! le dijo ésta . ¡Hacía dos meses que no lloraba! Y cuando se hubo calmado un poco: ¿Te lo ha dicho todo? Todo. Hizo que la vizcondesa se sentara. ¡Bueno!... ¿Y qué piensas tú? ¡Yo ya ni pensar puedo! Piensa respondió la señora de Aymaret que es necesario tocar todos los resortes para salvar la vida de tu marido. ¡Eso es imposible... él no querrá! ¿Quién no querrá?
Hable, Judit; hable por favor exclamó el pobre joven. Pero la desgraciada no podía: los sollozos ahogaban su voz. Arturo cayó de rodillas. Ella no pronunció una palabra, pero lloraba, y el joven creyó que aquellas lágrimas eran su mejor justificación. ¿Me ama usted, pues, aún?... ¿No ama a nadie más que a mí?... Sí repuso ella, tendiéndole una mano.
Su corazón estaba herido por el desengaño triste que le había dado la violenta resolución de su hija, y por el no más alegre que le costaba la mitad de su fortuna. Doña Juana estaba hecha una simple, y tan pronto reía como lloraba. Arturo y Julieta eran, en cambio, completamente felices en aquellos momentos. Pero ¿qué novios no lo fueron el día de la boda y aun algunos después?
La mujer murió en 1850; yo hice todo lo que pude por salvarla. El marido me pidió la cuenta y yo pasé dos años sin ir por la casa. El año último el sastre me envió a buscar; le encontré en la cama, de tal modo cambiado, que no podía reconocerle. Estaba tísico en el último grado. Así lo dije a una regordeta que lloraba a su cabecera.
El cojo, como si la esperara, la invitó a pasar adelante y subir. En lo alto de la escalera había otro criado que, sin aguardar a que ella preguntase, abrió con mucho respeto una mampara. Esto animó a Isidora. Dentro de ella se reía un sentimiento y lloraba otro. Andaba como una máquina. Su corazón no era corazón, sino un martinete que daba golpes terribles.
Se fue a la cocina; metió en el gran saco de cuero el hacha encantada, un pan fresco, un pedazo de queso y un cuchillo; se echó el saco a la espalda, y salió andando por el bosque, mientras Pedro lloraba, y Pablo reía, pensando en que no volvería nunca su hermano del bosque del gigante.
Sólo mi Joaquina tuvo noticia de ellas. La Condesa era una mujer singular. Arrastrada por la violencia irresistible de su afecto, veía a solas a su amigo, y luego lloraba como la Magdalena, rezaba, abominaba de sí misma como si se creyese el ser más abyecto y vil, y desesperaba hasta de que Dios la perdonase.
Palabra del Dia
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