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Actualizado: 26 de junio de 2025


Yo hago esto por usted, porque comprendo que en un cuerpo débil no tiene fuerzas el espíritu. Señora, no cómo pagarle tantos favores contestó el mancebo sin mirarla. A las siete de aquella mañana, mientras Lázaro dormía rendido de cansancio, se suscitó una gran cuestión en el comedor, sobre si sería conveniente y disciplinario llamarle para almorzar.

Cuando se hubo apartado seis u ocho pasos, le dijo volviendo a llamarle: Conste, D. Facundo, que no me ha convencido V., y que es V. una gran persona. ¡Un gran egoísta! gritó el boticario alejándose. ¿Qué te pasa hoy? ¿Parece que estás triste? decía la generala cierta noche, tomando las manos de su amante entre las suyas.

Ya que la princesa lo presentaba como ayudante de su marido, bien podía ser coronel. Y lo fué hasta para el joven príncipe, que al principio le daba este título con cierta sorna y acabó por llamarle «coronel» maquinalmente. Sus deseos de lujosa y abundante indumentaria se realizaron espléndidamente.

Lo primero que se le ocurrió fue hacer saltar de un bastonazo el ventanillo y llamarle, por tranquilizarse escuchándole contestar; pero desde el sitio donde solían ponerle la butaca, junto al balcón del comedor, era difícil que oyera: hablarle desde las ventanas de los vecinos que daban al patio, también era inútil; y mientras rápidamente lo concebía, la imaginación le presentaba a los ojos a su padre postrado en la butaca, silencioso, triste, en cruel soledad toda la tarde.

A la conclusión de este escrito, después de llamarle Sr. Dr. Montalbán, le dice que todos los hombres son mortales, y que los poetas cómicos, sólo por serlo, se exponen á ver silbadas sus comedias, y cuando en una representación, en que hay muchos cambios de decoraciones, salen éstas mal por culpa del tramoyista, el silbado es él y no el poeta.

Por este motivo es no poco extraña la posición de Lope de Rueda, pues si es justo llamarle reformador del teatro español, teniendo en cuenta las causas, que contribuyeron á la decadencia del teatro en su tiempo, por otra parte es preciso confesar, que, si se le equipara á sus famosos predecesores, está á larga distancia de ellos.

Francisco, su sirviente, se había acercado varias veces, de puntillas, sin valor para llamarle. Julio al fin se levantó, echó sobre Francisco una mirada vaga y entrando al escritorio lo alumbró. Vio el marco vacío y comprendió que Muñoz había robado el retrato. No atribuyó a esto mayor importancia.

Ana, inmóvil, había visto salir al Magistral sin valor para detenerle, sin fuerzas para llamarle. Una idea con todas sus palabras había sonado dentro de ella, cerca de los oídos. «¡Aquel señor canónigo estaba enamorado de ella!». «, enamorado como un hombre, no con el amor místico, ideal, seráfico que ella se había figurado.

Pio, feliz, triunfador, dirigía de vez en cuando al concurso vagas miradas de piedad y condescendencia. Y cuando sus ojos tropezaban con la faz rentística de Calderón, se enternecía visiblemente y le costaba ya trabajo no llamarle papá. A medida que el almuerzo avanzaba, la tierra pesaba menos sobre ellos. Los ricos vinos enardecían su sangre, la charla los animaba.

Esperé un instante y le vi salir en compañía de Torres, que se hallaba extremadamente pálido. El doctor mostraba también inquietud en la fisonomía. Hablaron en voz baja cortos momentos, y que se despedía para dentro de una hora. El pobre Torres andaba tan preocupado, que ni reparó en mi presencia. Tuve que llamarle la atención.

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