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El padre Anselmo jamás había leído este libro y no había caído ni podía caer en que sentía inclinación tan dulce; pero sin tener conciencia de ello reverenciaba a doña Inés como si fuera ángel o santa. Estaba ciego para todos los defectos y pecados de ella, y no veía o no creía ver en ella sino virtudes: la prudencia, la caridad, el recogimiento y la piedad religiosa.

Más arriba piedras calcinadas y residuos volcánicos son los componentes de aquel coloso que revela en la espesa columna de humo que se eleva de su cráter que en sus entrañas de granito duermen los genios de las ruinas y de los estragos. ¡Desgraciados pueblos los de Taal y Talisay si en el libro de las lágrimas está escrita una nueva erupción!

Por primera vez he leído un libro de Pereda al mismo tiempo que el público, y sin estar iniciado previamente en el secreto del autor.

La variedad de los asuntos que forman este libro, me hace sospechar que ha de mover algo el interés del lector curioso, á quien, como á Vd., ofrezco ya un detalle de las costumbres de nuestros antepasados, ya la biografía de un sevillano ilustre, ya la descripción de algún monumento, ó ya, en fin, la noticia de cualquier caso interesante, habiendo tenido buen cuidado de basar todos mis escritos sobre auténticos documentos originales ó sobre noticias del más autorizado origen, no ocultando nunca, para mayor crédito, su procedencia.

Tal vez, los mismos que la llaman Biblia del panteísmo, lo cual, en buena lógica, presupone que la entienden, la apellidan libro de los siete sellos, delirio, laberinto, enigma perpetuo. Nosotros, aunque parezca paradoja, y se nos impute a arrogancia, afirmamos lo contrario: que todo está clarísimo en la segunda parte. ¿Dónde, si no, está la oscuridad? ¿En qué consiste? ¿De qué procede?

Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió.

Y cogió un libro, y después otro, y los fue mostrando a la Benina, que se acercó para ver tanta maravilla numérica. «Fíjese usted. Aquí apunto el gasto de la casa, sin que se me pase nada, ni aun los cinco céntimos de una caja de fósforos; los cuartos del cartero, todo, todo... En este otro chiquitín, las limosnas que hago y lo que empleo en sufragios. Limosnas diarias, tanto.

Este Libro de los muertos es, como otros que del mismo género se conservan, una serie de oraciones ó salmos, con que se proveía á los difuntos para que luchasen contra los tenebrosos poderes del Amente ó Infierno, los venciesen, y pudiesen volver á las regiones de la luz. Los escritos demóticos son pocos en la colección, al menos los descifrados hasta ahora.

Y con esto, lector amigo, te dejo en paz, y libre quedas para entrarte, si te place, por las páginas de mi libro o dar media vuelta a la derecha. Témome, sin embargo, y en tus ojillos devotos lo conozco, que ansías ya por leerlo, y no lo dejarás hasta devorarlo letra a letra; porque si mis razones no te han convencido, como deseo, es fácil que la curiosidad te impulse contra lo que yo pretendo.

En esto llega el señor empleado del Índice, silencioso siempre como un pez, y en lugar del libro le entrega de nuevo la papeleta. El sabio en estado de crisálida no sabe lo que aquello significa y da vueltas entre sus dedos al papel hasta que percibe dos palabritas de distinta letra debajo de su petición: no consta.