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Actualizado: 17 de junio de 2025


¡Ah! se me olvidaba... Estará también una amiga de mi mujer, la señora Liénard, la que principalmente hace uso de los bosques de Val-Clavin... Quizás no te arrepientas de hablar con ella, pues si logras hacerle entender la razón, este negocio del deslinde irá como sobre ruedas... Es la más ardorosa y la más fuerte adversaria de la Administración... ¡Ea, hemos llegado ya!

Y sus ojos se dirigían con mayor complacencia cada vez hacia la señora Liénard. Decíase que la viuda tenía ya sus veintisiete años, que unía a un espíritu encantador, un corazón honrado, rectitud de juicio y gran sensibilidad; que sería a la vez una excelente ama de casa y una compañera ciertamente deseable.

Nada había en ella rudo o fingido; nada tampoco de aquella prudencia timorata que da tan monótona insignificancia a las mujeres de provincia. Sentíase en ella estallar la sinceridad, la generosidad de su noble corazón. La señora Liénard gustaba a Delaberge por cualidades que eran opuestas a las suyas.

Mientras Delaberge hablaba, la señora Liénard había vuelto un poco su rostro y con una de sus lindas manos hurgaba nerviosamente en las flores de un jarrón que tenía a su alcance. Arrancó por fin una ramilla de madreselva y la fue desmenuzando poco a poco entre sus rosados dedos. Sea usted franca y dígame si he leído bien en su corazón. Creo... que murmuró la viuda sin mirarle.

Alguna vez en la conversación, le ocurrió tocar, aunque solamente de soslayo, ciertas cuestiones científicas o sociales, y su manera de tratarlas descubría en él una cultura muy extensa y sólida. Aun contradiciéndole y presentándole objeciones embarazosas, quedaba Delaberge sorprendido por la claridad y la precisión de todas sus réplicas: la señora Liénard no había exagerado.

Como había dicho Simón a su madre, el día siguiente era el señalado para la reunión del sindicato que se había constituido para resistir mejor a las pretensiones de la Administración forestal; se componía de algunos consejeros comunales, de varios propietarios de los pueblos vecinos y de Simón Princetot, que más especialmente representaba a la señora Liénard.

Comprendíase que era una mujer noblemente expresiva, llena de una natural espontaneidad. ¿La señora Liénard está casada? preguntó en voz baja Delaberge a su vecina de mesa. No, es viuda... Hace más de dos años que perdió a su marido... Un señor no muy digno de ser amado... No tiene hijos y vive sola en Rosalinda donde está haciendo mucho bien.

Lo que la víspera había observado, oculto tras los abedules próximos a la puertecilla del parque, no dejaba de ser una realidad desoladora... La señora Liénard no se preocupaba de él y reservaba para su rival todas sus amables atenciones... Sentíase el corazón lleno de amargores al recordar lo que había visto la tarde anterior en Rosalinda: veía la puertecilla abrirse bruscamente, aparecer en ella amable la hermosa viuda y tender a Delaberge su mano en la que éste dejaba galantemente un beso...

Se necesitaba ser fatuo para imaginarse que a su edad había de producir la menor impresión sobre la joven... La señora Liénard con su ingenua franqueza, acababa de darle una durísima lección de modestia. Le vio ella hondamente preocupado y se atrevió a decir: Estoy segura de que me juzga usted en extremo extravagante.

Esta brusca aparición de Rosalinda en el preciso instante en que pensaba en su dueña, fue para Delaberge dulcemente sugestiva, tanto que le indujo a modificar sus primeros planes. Al salir por la mañana de Sol de Oro no pensaba hacer aquel mismo día su visita a la señora Liénard. Había decidido dejar pasar algunos días, temiendo que pareciese de mal gusto una prisa excesiva.

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