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Actualizado: 2 de mayo de 2025


Estaba mal casada, sobre eso no hay que decir, y era muy desgraciada, no era joven ya, pero por eso mismo la amé más todavía, pues había sufrido mucho... Bella en extremo todavía, aunque rubia; y a más de una honestidad timorata que me desesperó más de una vez... Porque, en fin, aunque me era sagrada, yo tenía veinte años... Pero había que respetarla o alejarme de ella...

Al hacer la corte a la madre evitaba el comprometer a la hija y su causa no perdía, al contrario, por ser defendida por un tercero. Con su imprudencia ordinaria, la buena señora no cesaba de hablar de «aquel buen don Raúl», y era imposible a la conciencia más timorata alarmarse lo más mínimo por sus asiduidades.

Había comenzado por parecerle inicuo que Simón hubiese de sufrir las consecuencias de una falta cometida por un extraño, de un pecado que no había dejado huella ninguna; y ahora su conciencia, haciéndose más timorata y más escrupulosa, formulaba nuevas y cada vez más turbadoras preguntas: ¿Un extraño?... ¿Huella ninguna?... ¿Estaba bien seguro?...

Nada había en ella rudo o fingido; nada tampoco de aquella prudencia timorata que da tan monótona insignificancia a las mujeres de provincia. Sentíase en ella estallar la sinceridad, la generosidad de su noble corazón. La señora Liénard gustaba a Delaberge por cualidades que eran opuestas a las suyas.

Quien más gozaba con aquella propaganda de infamia, después de Glocester que la creía obra suya exclusivamente, era don Álvaro Mesía. Ya aborrecía de muerte al Magistral. «Era el primer hombre ¡y con faldas! que le ponía el pie delante: ¡el primer rival que le disputaba una presa, y con trazas de llevársela!». «Tal vez se la había llevado ya. Tal vez la fina y corrosiva labor del confesonario había podido más que su sistema prudente, que aquel sitio de meses y meses, al fin del cual el arte decía que estaba la rendición de la más robusta fortaleza. Yo pongo el cerco, pero ¿quién sabe si él ha entrado por la mina?». El dandy vetustense sudaba de congoja recordando lo mucho que había padecido bajo el poder de don Víctor Quintanar, que según su cuenta, en pocos meses de íntima amistad le había declamado todo el teatro de Calderón, Lope, Tirso, Rojas, Moreto y Alarcón. Y todo, ¿para qué? «Para que el diablo haga a esa señora caer en cama, tomarle miedo a la muerte, y de amable, sensible y condescendiente (que era el primer paso), convertirse en arisca, timorata, mística... pero mística de verdad. ¿Y quién se la había puesto así? El Magistral, ¿qué duda cabía? Cuando él comenzaba a preparar la escena de la declaración, a la que había de seguir de cerca la del ataque personal, cuando la próxima primavera prometía eficaz ayuda... se encuentra con que la señora tiene fiebre». «La señora no recibe», y estuvo sin verla quince días. Se le permitía llegar al gabinete, preguntarle cómo estaba... pero no entrar en la alcoba.

Palabra del Dia

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