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Actualizado: 17 de junio de 2025
Camila Liénard se ruborizó y abrió inmensamente sus hermosos ojos. Delaberge prosiguió: En ese retrato que hizo usted del marido soñado, pienso que no es imaginario todo... Puede que haya en alguna parte un ser real en quien usted pensase... inconscientemente, cuando me iba enumerando las cualidades de su ideal. No... no, yo se lo aseguro; yo no sé...
De pronto e interrumpiéndose en medio de una animada discusión, la señora Liénard sacó del pecho un pequeño reloj y consultándolo exclamó: ¡Las once ya!... Habíame olvidado de que duermo hoy en casa de unos amigos y que molesto a tan excelentes personas obligándoles a aguardarme...
Amaba, en realidad, a la señora Liénard, pero la amaba con amor cándido y apasionado, aunque nunca se había hecho la ilusión de que su ternura se pudiese ver correspondida. No ignoraba que una barrera casi infranqueable le separaba de la viuda. Y aunque amaba sin esperanza y sin la ilusión de verse a su vez amado, no por eso había de ser menos accesible a los celos.
Estrechó la mano de la señora Liénard y declaróse profundamente agradecido por la confianza que se dignaba mostrarle. Le agradezco añadió Delaberge que me trate como amigo; aunque es de reciente fecha nuestro conocimiento, le puedo asegurar, señora, que habré de serle enteramente leal. Siento por usted la más tierna estimación y el ardiente deseo de serle útil.
No, no era eso; pero, cuando volvía a sus pensamientos matrimoniales, cuando se forjaba en su imaginación una vida nueva en que había de verse convertido en padre de familia, veía siempre el franco y amable rostro de la señora Liénard asomarse en alguna de las ventanas de sus castillos en el aire.
Y éste galantemente lo presentaba ya para que se apoyase en él la señora, cuando interrumpiéndose ésta con aire consternado se volvía hacia la recién llegada y tomándole una de las manos murmuraba: ¡Qué distraída soy!... Es necesario que antes le presente a mi querida amiga... Camila Liénard, propietaria de la Rosalinda, en Val-Clavin... El señor Delaberge, inspector general de montes.
Quieren casarse con gentes de su mundo propio y mientras te engaña con palabras dulces y alegres sonrisas, la señora Liénard se deja hacer la corte por el inspector general. ¡Vaya, mamá! dijo Simón. ¡Qué sabes tú de eso! Lo sé muy bien afirmó la señora Miguelina; ¡si salta a los ojos!... Hace una semana que está aquí y le ha hecho ya tres visitas a la propietaria de Rosalinda.
Los dos hombres se observaban sin dirigirse la palabra y eran vanos los esfuerzos que hacía la señora Liénard para animar la conversación, pues ella deseaba sinceramente servir como de enlace entre sus dos invitados. Así, procuraba llevar al joven Simón a terrenos que le eran familiares.
Hablaron todavía un buen rato en la terraza, donde, en medio de un suave crepúsculo, esparcían las madreselvas su penetrante perfume; después, ya casi completamente oscurecido y cuando comenzó a mostrarse la luna por encima de los bosques, levantóse Delaberge para despedirse y Simón Princetot hizo lo mismo. ¡Buenas noches, señores! dijo la señora Liénard.
Entonces... exclamó impetuosamente la señora Liénard. ¿Cómo ha podido adivinar usted?...
Palabra del Dia
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