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Actualizado: 17 de junio de 2025


Por otra parte, esta primera presunción venía corroborada por la semejanza que le habían hecho notar la Fleurota y aun la misma señora Liénard, y de la cual también se había él vagamente percatado. Simón tenía, como él, azules los ojos, castaños los cabellos y la fisonomía seria y reservada.

Delaberge, muellemente enternecido, y sintiéndose expansivo, aun a pesar suyo, se atrevió a hacer una tímida insinuación: ¡Esta Rosalinda es un paraíso!... Pero un paraíso en que se viva constantemente en compañía de mismo, puede a la larga hacerse monótono... ¿No ha pensado usted nunca en animar un poco esta soledad? La señora Liénard fijó sus límpidos ojos en su interlocutor.

¡Oh! dijo a esto el inspector provincial. Te advierto que te las habrás con un contrincante fuerte... La señora Liénard está muy aferrada en sus derechos.

Si alguna vez le parece su casa un poco solitaria, es ésta al menos una soledad deliciosa, mientras que la hospedería del Sol de Oro no es más que un fastidioso desierto. Habían entrado ya en el salón. Entonces repuso la señora Liénard, tomando de sus manos el jarrón cuando se sienta demasiado triste allá abajo, véngase aquí unos momentos.

Ocupado el pensamiento en tales cavilaciones, un poquitín egoístas, atravesó Delaberge la avenida de los fresnos y llegó a la misma terraza, donde encontró a la señora Liénard formando un magnífico ramo con las flores de su jardín. Ya lo ve usted, señora dijo saludándola, cómo abuso de la libertad que me dio y vengo a pasar unos momentos en su compañía a título únicamente de vecino.

De un campo de centeno levantóse en rápido vuelo una alondra y se perdió en las nubes, mientras su alegre canto recordaba a Francisco la voz de purísimo timbre de la señora Liénard; entonces, en medio de su ensueño, la idea de ver a la joven en Rosalinda, filtró dulcemente en su alma una emoción profunda, tan suave como la tenue claridad que la muselina de las nubes tamizaba.

Ni en la frente, ni en la boca se descubrían aquellas desagradables arrugas que son revelación de un alma falsa o llena de complicados sentimientos. Decididamente, la señora Liénard no tenía nada de una Dalila. Cerró bruscamente el abanico, se inclinó un poco hacia Delaberge y dijo: ¿De manera que ha vivido usted en Val-Clavin? , señora; viví dos años. ¿Hace mucho tiempo?

Francisco Delaberge se despertó con una sensación de confusa alegría, según sucede cuando por la mañana se conserva aún la impresión de un hermoso sueño desvanecido; después, disipadas ya las últimas brumas del ensueño, se percató de que su vaga alegría era causada por el recuerdo de su conversación con la señora Liénard; pero al propio tiempo recordó que aquel mismo día había de regresar la joven viuda a Rosalinda y su alegría se desvaneció al pensar en su prolongada residencia en Chaumont.

Llegaron junto a una puertecilla, que la yedra medio obstruía y que la señora Liénard pudo abrir apenas. Le acompañó todavía algunos pasos fuera del parque y después tendió al inspector general la mano. No tiene más que seguir este camino... Hasta muy pronto... Y perdóneme que haya abusado de su paciencia.

Mientras hablaban ellos aparte, el inspector provincial organizaba una mesa de whist y habiéndose negado Delaberge y la señora Liénard a tomar parte en el juego, sentáronse en torno de la mesa la subinspectora, el presidente, el secretario y el propio señor Voinchet.

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