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Actualizado: 17 de junio de 2025


Y diciendo esto se hizo un poco a un lado para dejarle sitio en el mismo canapé. El inspector general no deseaba sino obedecer a invitación tan amable; pero, no sabiendo qué hacer de la taza que tenía, en la mano, hizo ademán de ir a dejarla sobre una mesilla. La señora Liénard se levantó corriendo, le tomó la taza de las manos y fue a darla a un criado que pasaba entonces con una bandeja.

En el momento en que Delaberge se volvió hacia él, acercóse el joven a la señora y dijo con cierta brusquedad: Hasta otra vez, señora; he de subir todavía a los bosques de Carboneras. ¿Pero volverá usted por aquí? exclamó la señora Liénard. Es que necesito todavía de usted...

Pido, pues, al mandatario de la Administración pública que nos diga francamente si aprueba la solución injusta que al conflicto han dado los forestales de Chaumont... Mientras Simón hablaba, el inspector general tenía fijas en él sus miradas con una atención llena de ternura. Ahora es cuando se daba cuenta más exacta de esa semejanza que tanto había sorprendido a la señora Liénard.

Solamente sus cabellos castaños, espesos y ligeramente rizados, recordaban un poco la opulenta cabellera de la señora Miguelina. El tono de su voz era algo brusco y áspero, aspereza de manzana silvestre que no se dulcificaba un poco sino cuando contestaba a las preguntas de la señora Liénard. Con ella tomaba súbitamente su voz entonaciones afables, casi tiernas.

No, hablo con toda mi seriedad... En su edad es un sentimiento natural y no tiene por qué avergonzarse. Solamente yo soy el dueño de mis pensamientos... No he de dar a nadie cuenta de ellos. ¿Ni siquiera a la señora Liénard? A ella menos que a nadie... Si lo que usted supone fuese cierto, yo le juro que nunca lo sabría ella... ¡No permitiré yo que pueda sospechar jamás una locura semejante!

Todo esto, no obstante, pudo durar tan sólo unos segundos. La señora Liénard insinuó una amable reverencia; Delaberge tomó de nuevo el brazo de la señora de la casa y entraron todos en el comedor.

Con la ingenua presunción de un hombre que no tiene una experiencia grande de las cosas de amor, interpretaba según su propio deseo el comportamiento de la señora Liénard, y vagas reminiscencias de novelas leídas en su juventud le hacían creer en una tierna y delicada premeditación por parte de la joven viuda.

Recorrían entonces las grandes avenidas del parque y como el camino no era ya tan llano como antes creyó deber suyo ofrecer cortésmente su brazo a la señora Liénard; ésta lo aceptó sin cumplidos y así siguieron paseando hasta que la campana les avisó la hora de la comida; volvieron hacia la terraza y allí encontraron a Simón Princetot aguardándoles.

Y al decir esto avanzaba hacia el inspector general y le tendía gentilmente la mano la propia señora Liénard, que vestía una vaporosa falda de muselina y un cuerpo de lo mismo en forma de blusa que le daban una suprema elegancia. Inclinándose Delaberge contestó lo mejor que supo al apretón de aquella pequeña mano un poco tostada por el sol y después se excusó de lo descuidado de su traje.

A juzgar por la esposa de su amigo, excelente mujer de su casa, pero cuarentona más que insignificante, su amiga la señora Liénard, debía ser ya una mujer de edad madura y de trato poco agradable. Delaberge veíase ya discutiendo con una pleiteante campesina y esta enfadosa perspectiva le ponía de mal humor.

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