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Dulce, amable, consoladora, surgió ante mis ojos como una doncella pálida, de rostro tristemente risueño.... Sin darme cuenta de lo que hacía yo, mis labios repetían estos versos de Leopardi, leídos, pocos días antes, en las notas de un libro francés: «Solo aspettar sereno Quel di ch'io pieghi addormentato il volto Nel tuo virgineo seno.

Dirigiéndose en el prólogo de Los Parientes Ricos al que leyere, confiesa que «el autor está siempre en la obra» y que «eso de la impersonalidad en la novela es empeño tan arduo y difícil que, a decir verdad, lo tengo por sobrehumano e imposible». El relatará, pues, su aventura y con ella la de las mocedades americanas y mejicanas hacia 1860, cuando los libros de nuestro romanticismo tardío enseñan todos la santidad de amar, la vital necesidad de amar y al mismo tiempo el perenne fracaso de los idilios, la crispada rebelión de los puños y la fatalista languidez de los labios que cantan con Leopardi el desposorio del Amor y la Muerte.

De aquí que admiremos á Leopardi, no por su ateísmo y desesperación pesimista, sino por su anhelo ferviente de bondad suprema, por su aspiración á lo divino, que él cree irrealizable.

Ave María Purísima exclamó Guillermina con benevolencia . Déjese usted de marchas reales... No, no se quite la gorra; se va usted a constipar. Caballeros, aquí, y durante la ceremonia, mientras menos música, mejor». Ido y Leopardi se miraron desconcertados.

Y, si hemos de hablar con franqueza, así Baudelaire como Bartrina se quedan muy por bajo a infinita distancia de Leopardi, uno de los más admirables poetas líricos que ha habido en Europa en el siglo presente, tan glorioso y fecundo en este género de poesía.

De lo que antes yo gustaba más, en la filosofía alemana, era del optimismo. El ser llorones se dejaba a los poetas exóticos, como Byron y Leopardi. En Alemania, ni los poetas siquiera eran quejumbrosos y desesperados. En el más grande de todos, en Goethe, celebro yo con singular contentamiento cierta alegría reposada y majestuosa y cierta olímpica serenidad.

Reservabas, sin embargo, tus mejores dones para los últimos días, y el 28 dijiste á la humanidad: «Ahí tienes á Rousseau» . En un solo día, el 29, ¡fecundidad asombrosa! hiciste tres obras maestras, que se llamaron: Rubens , Leopardi y Bastiat . El mundo insaciable pedía más, y el 30 le otorgaste un Emperador, Pedro el Grande , y un artista, Horacio Vernet .

Y es lo peor para él, que mientras más mundo se descubre más el mundo se empequeñece. Leopardi no cabe en el mundo. Los tripulantes de la nave de Morsamor, de la nueva Argo, ya que con tal nombre había sido confirmada, se asemejaban más a Doña Mayor que al poeta. Todos hallaban y no sin motivo, que el mundo era mayor de lo que habían imaginado.

Así, por ejemplo, Manzoni y Leopardi en Italia, y aun en nuestra pobre y hoy desdeñada España el glorioso cantor de la imprenta y del levantamiento de las provincias españolas. Como quiera que ello sea, y con el debido y más profundo respeto a los personajes literarios y científicos que el Sr.

Fiado en este hechizo, trazó Leopardi el gracioso y lucrativo proyecto de una compañía o sociedad de oyentes, que se haría pagar por oír a los autores. El filósofo que inventa un sistema, el vidente que percibe al numen agitando su alma, y el poeta a quien el estro hiere y aguija con invencible brío, escribirán sus filosofías, sus poesías y sus visiones, aunque nada les valgan.