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Actualizado: 17 de junio de 2025
Millán llevaba adelantados a Pepe dos meses de jornales; fue preciso deshacerse de cuanto tenía algún valor; el reloj de don José, el de Pepe y varios cubiertos de plata se malvendieron a un platero de portal; el dueño de la lonja de ultramarinos amenazó con no seguir fiando si no le entregaban algo a cuenta, y llegadas a tal extremo las cosas, aun se resistió Leocadia a empeñar una sortija de poco precio, que Pepe la regaló en tiempos más felices.
El muchacho se fue a su casa como loco. Al ir a tirar del cordón de la campanilla, tuvo que detenerse un momento y hacer propósito de que sus padres no le conocieran en el rostro que le ocurría algo extraordinario. Leocadia le dijo al verle entrar: ¡Chico, vaya un capricho! ¿Te has puesto la mejor ropa que tienes para salir tan temprano?
A pesar de lo muerto que, por obra del cariño de Engracia, estaba el amor de Millán a Leocadia, la presencia del cura le impresionó desagradablemente, recrudeciéndose en su corazón el enojo hacia aquel hombre, que dio al traste con sus primeros amores.
Pepe, Leocadia y la madre callaban, sintiendo que se hablara de aquello, porque don José en tales casos acababa poniéndose de un humor de todos los diablos; pero Millán, que desde tiempo atrás tenía deseos de saber la historia del caso, fue poco a poco obligando al viejo a que la contara. Ese don Tadeo estaría entregado a gente de iglesia...
Calló Millán, esperanzado con que el cura, viéndose en la obligación de amparar a las dos mujeres, se brindase a darlas consejos de prudencia; pero lejos de esto, sonrió, fingiendo calma, para exasperar a su interlocutor, y dijo: De modo que Vd. ha venido a notificarme la expulsión de mi madre y de Leocadia. ¡Cómo ha de ser! ¡No imaginé que ese infeliz se atreviese a tanto! ¡Dios le perdone!
Por disputas pueriles conmigo, que ningún daño le hice, por si en casa debían o no observarse ciertos deberes religiosos, Pepe ha llevado las cosas a un extremo que Vd. juzgará. Logré convencer a Leocadia... y, la verdad, nunca me lo ha perdonado.
Además, ya sabes lo que pienso: no nos hemos tratado, no nos conocemos; ¿cómo diablos hemos de querernos como nos queremos ésta y yo? Y Leocadia hizo un signo afirmativo con la cabeza. Tienes razón, hijo, pero me repugna que la tengas.
Cada cual la sentía a su manera: doña Manuela no decía sino: «¡Hijo mío, cuánto trabaja!» El padre no se recataba para confesar a voces aun delante de gentes: «Estará en la imprenta.» Leocadia, sin disimular la repugnancia a lo que en su hermano había de obrero, hablaba del destino o el empleo, y cuando le veía volver a casa, instintivamente le miraba a las manos, temiendo que trajera en ellas alguna señal sucia de su honrosa labor.
Pepe dudó entre devolver el cuerpo del delito a su hermano u ocultarlo para que de nuevo no cayese en manos de Leocadia: por último, pensando que Tirso, aunque lo echara de menos, no tendría el atrevimiento de reclamarlo, optó por lo último.
Respecto a condiciones morales, era lo que el vulgo llama un bendito. Su fidelidad a Manuela, aun en la época de su juventud, rayó en lo increíble, y con los hijos se caía de puro bueno. Uno de sus mayores placeres consistía en que Leocadia le leyera los periódicos, cuyas noticias de la guerra comentaba, como hablando consigo mismo, mientras liaba los pitillos que había de fumar al día siguiente.
Palabra del Dia
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