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Actualizado: 17 de junio de 2025


Pepe era en varón lo que su hermana Leocadia en mujer; un madrileño de pura raza, pálido, de mirada inteligente, mediana estatura, palabra fácil y movimientos rápidos: el otro era su amigo Millán, que hacía el amor a Leocadia. Pepe vestía como señorito pobre: Millán como trabajador a quien siendo limpio le falta tiempo para acicalarse.

Doña Manuela y Leocadia se asomaron al balcón, y la última, al verle pasar bajo un farol y desaparecer por el arco hacia la Plaza Mayor, tuvo una frase, que era la abreviatura de la situación por que atravesaba la familia. ¡Qué raro se me hace esto! ¡Parece mentira que sea de casa!

Pues aún hay, sin embargo, otra cosa más triste: el dominio que Tirso ha logrado ejercer sobre ella, no es ascendiente de hijo, sino influjo de cura. En cuanto a Leocadia, parece haberse desarrollado en ella una indiferencia, un egoísmo de que nunca la creí capaz.

Tuvieron que hacer memoria para contestar: sólo doña Manuela quiso responder en seguida. San Justo... y la Concepción Jerónima... y... Más cerca está San Isidro decía Leocadia. ¿En cuál de ellas oís misa? Nadie repuso. Vais indistintamente a cualquiera, ¿eh? Pues eso no es bueno. La misa debe oírse siempre en el mismo templo, y si es posible en el mismo altar y dicha por el mismo sacerdote.

Quizá, por falta de antecedentes, no estuviera Tirso en situación de apreciar todo esto; pero alcanzó lo bastante para convencerse de que, ni Leocadia estaba verdaderamente enamorada, ni desecharía por Millán lo que el desvergonzado lenguaje de la codicia llama una proporción; lo cual le autorizaba a imaginar que, si la madre había cedido por docilidad, la vanidad y el amor propio serían buenos medios para subyugar a la hija.

Era imposible que permaneciesen tanto tiempo en la iglesia. Las mañanas que iba él a casa del padre de Paz, tenía Leocadia que quedarse acompañando al enfermo; pero doña Manuela, apenas levantada de la cama, desaparecía.

Tirso sintió caer una lágrima sobre su cuello; doña Manuela y Leocadia les miraban, sin atreverse a separarlos, ambas impacientes por acercarse; Pepe, temeroso de que aquella impresión dañara a su padre, se adelantó hasta la butaca y, apartando suavemente a Tirso, dijo: Que haya para todos; los demás, ¿no somos nadie? ¡Ya ves, hijo mío, cómo estoy!

A la tarde siguiente se presentó en la casa un caballero de aspecto muy respetable, preguntando por Tirso. Leocadia le acompañó hasta el comedor y avisó a su hermano; pero éste, apenas oyó el nombre del recién llegado, se le llevó a su cuarto, permaneciendo largo rato encerrado con él. La visita fue larga, y Tirso despidió al desconocido con grandes muestras de respeto.

Leocadia se levantó para ir a buscar la leche de almendras, y volvió en seguida trayendo la sopera. Y todo eso en defensa de la religión dijo Millán en tono de burla. La religión no tiene nada que ver en esto, hijos míos.

Si no fuera por la situación de nuestro padre, tu lenguaje me haría gracia. ¿Conque Job tuvo paciencia y Leocadia estaba sucia de pecado cuando, en vez de ir a corretear iglesias, atendía a las necesidades de papá? ¿Conque ahora, que mi madre casi ha perdido el juicio, es cuando estás abriendo para ella el Paraíso? , ¿eh? pues ahora es cuando abro yo la puerta de casa para que te vayas.

Palabra del Dia

irrascible

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