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Actualizado: 17 de junio de 2025


Metiéndose bajo la camilla escarbó doña Manuela el brasero, arropó el rescoldo y, designando luego el puesto que había de ocupar cada cual en la cena, dijo: aquí, papá donde siempre, a su lado Pepe, luego yo, y Millán junto a ; ¿te parece bien? Leocadia, ocupada en sacar del aparador una botella de tinto y otra de Rueda, blanco, hizo como si no hubiese oído.

Comparad, en el acto primero, el antiguo romance de D. Rodrigo, rey de España, etc..., en El tesoro de los romanceros, de Ochoa: París, 1838, pág. 81; La leyenda de Santa Leocadia, en La España sagrada, tomo V, pág. 485: Madrid, 1763.

Segura de estar sola y de que nadie la veía, Leocadia siguió unos instantes mirándose al espejo, con una horquilla entre los dientes, atusándose el pelo... Era el tipo de la muchacha madrileña, lista, vivaracha, de pocas carnes, bien proporcionada, esbelta, de andar firme, cabeza pequeña y talle airoso.

Un versículo del Evangelio le agradaba sobre todos; aquél que dice: «No he venido a traer al mundo la paz, sino la espada.» A la mañana siguiente se levantó temprano y no salió. Estuvo oyendo a Leocadia leer periódicos a su padre, y aunque permaneció largo rato con ellos, no pronunció palabra alguna acerca del objeto de su viaje.

Vamos, una calamidad hecha hombre. Doña Manuela callaba porque, aun disgustándole la forma en que su hijo se expresaba, comprendía que no le faltaba razón: Leocadia, acostumbrada a escenas parecidas, casi no escuchaba, por tener todo aquello oído hasta la saciedad.

Además, Leocadia comenzó también a ir a la iglesia y ambas dieron en repetir la oración que decía Tirso antes de las comidas. «¿Dónde diablos habrán aprendido este rezose preguntaba Pepe. Poco le duró la duda.

Además, don Luis me da algunos puros y los guardaré para picarlos. ¿Os han dicho algo de la tienda? Si repuso Leocadia por cada docena de pañuelos pagan, según el dibujo, de veinticuatro a treinta y seis reales, y tengo yo que poner lo que haga falta.

Como antes hicieron doña Manuela y Leocadia, Pepe y Millán fueron empujando la butaca desde el comedor al gabinete en cuya alcoba dormía don José; Leocadia se quedó doblando el mantel y las servilletas.

Tenía la cama medio deshecha, porque estuvo moviéndose nerviosamente en ella hasta que vio entrar a su hijo, y de cuando en cuando dirigía los ojos a su mujer, como asombrado de que pudiera dormir libre de las mismas dudas y recelos que él experimentaba. Vaya, a descansar, papá. Pepe y Leocadia besaron a su padre como dos niños, y salieron.

El primero, acercándose a su padre, le besó como pudiera hacerlo un niño; y el segundo, antes de saludar, dirigió una mirada a la puerta del pasillo por donde había vuelto a marcharse Leocadia con dos o tres paquetes que trajo su hermano. ¿Lo ves, papá? dijo Pepe. Cuando vengo solo, tarda esa media hora en abrir; hoy, como sabía que éste venía conmigo, ha bajado la escalera a saltos.

Palabra del Dia

rigoleto

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