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Actualizado: 17 de junio de 2025


Leocadia, tomando un gran buche de agua de olor, afinó entre sus dientes un chorro continuo, y, girando en torno, rociolo con maestría, desde el ruedo de la saya hasta la almidonada gorguera. Una esclava vino a anunciar que las sillas de manos esperaban en el recibimiento. Llamen a Alvarez exclamó Beatriz. Un instante después llegaba la dueña con mucho rumor de cuentas y gorgoranes.

Las condiciones de Leocadia eran distintas: tenía genio voluntarioso y, aunque sin faltarles al respeto, respondía a sus padres con entereza; en sus caprichos de muchacha pobre, había siempre cierta obstinación; si se empeñaba en reformarse un traje, no cesaba de dar vueltas a los trozos de tela, hasta lograr lo que se proponía; gustándole un peinado, no hallaban paz sus manos hasta que conseguía aprender modo de hacérselo, y hasta en estos pequeños detalles, por la tenacidad de sus resoluciones, delataba una firmeza muy difícil de dominar desplegando energía.

Doña Manuela y Leocadia no entendían bien todo aquello: don José, ya inquieto, golpeaba una copa con el recazo del cuchillo, cual si quisiera que el timbre del cristal ahogara las frases de sus hijos. Pepe no quiso contestar lo que se le ocurrió en respuesta a las últimas palabras de su hermano.

Muchas de sus páginas, y párrafos de otras, estaban en latín, y lo escrito en castellano cuajado de palabras incomprensibles para Leocadia; pero algunas frases que malvelaban lo que debe ignorar la doncellez, excitaron su curiosidad.

Había seguido el procedimiento de costumbre, haciéndose anunciar por Leocadia; pero esta vez la señora no había querido recibirla. ¿Pero supo preguntó Ramiro que yo te mandaba? La muchacha respondió con una sonrisa. ¿Subiste a sus cuartos? ¿Os vio?

Salió perdiendo en el cambio, pero sabía que aquello agradaría al padre. Leocadia barrió el suelo y fregó los cristales del cuarto cedido, y la madre preparó ropa para el lecho. Con destino a Tirso se compró un catre; pero Pepe lo tomó para y cedió también para su hermano la cama, que era de hierro.

Doña Manuela había pensado en ello; pero tuvo en cuenta que era preciso levantar del lecho a don José, disponer la comida y arreglar los cuartos: además consideró que, como Millán trabajaba durante la semana y aprovechaba los domingos para ver a Leocadia, tal vez ésta perdiese la visita del novio, si se le ocurría venir temprano.

Algún recelo abrigó de que Pepe la hiciese burla; mas nada dijo éste que hiciese sospechar desagrado: en cambio Tirso, aunque con gesto bondadoso, la preguntó: ¿Por qué no ha llevado Vd. a Leocadia? ¿Y quién había de hacer las cosas de la casa? Todo se debe dejar para después de cumplir con el Señor.

La madre se le estaba comiendo a besos. Pepe y Leocadia, llevando cada uno un saco, entraron en el comedor: detrás venían Tirso y su madre. En vano pretendió el pobre viejo levantarse: pudo incorporarse apoyando fuertemente las palmas en los brazos del sillón; mas, al intentar sostenerse sobre las piernas, tuvo que dejarse caer en el asiento.

Leocadia, aprovechando unos instantes en que le vio ir al comedor en busca de un breviario, llamó a Pepe: Ven, ven y verás lo que ha puesto ese en la alcoba. He entrado a hacerle la cama, y mira cómo me encuentro esto. Está bonito, ¿verdad?

Palabra del Dia

rigoleto

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