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Actualizado: 7 de junio de 2025


Y empezó á leerla, al mismo que una sonrisa parecía aclarar su rostro. Sin embargo, la carta era melancólica, terminando con quejas dulces y resignadas, verdaderas quejas de madre. Mientras iba leyendo, vió con su imaginación el antiguo palacio de los Torrebianca, allá en Toscana, un edificio enorme y ruinoso circundado de jardines.

A fuerza de leerla, adivinó que se trataba de su hija, se encogió de hombros y se dijo sin acortar el paso: Ese Le Bris es siempre el mismo. Yo no qué tiene contra mi hija. La prueba de que no está para morir, es que se encuentra bien. No obstante, reflexionó que el doctor podía muy bien decir verdad. Esta idea le produjo terror.

Le vi apretar las cejas y palidecer; era, sin duda, que leía lo de ganso. Luego se le aflojaron las cejas, le comenzó a temblar una mejilla, le asomaron lágrimas a los ojos, dejó caer la carta, sin acabar de leerla, se cruzó de brazos, estuvo silencioso largo rato, mirando al muerto, sollozó: «Para ti, alma generosa, no es noble ni decorosa la terrena inhumación.

Un ejemplar de esta pieza, extremadamente rara, que no pudo encontrar Moratín, posee hoy en París Don Vicente Salvá, á cuya bondad debí el leerla. Trátase también de este asunto en una poesía de Juan Yagüe de Salas, titulada Los amantes de Teruel, impresa en Valencia en 1616. Rodríguez, Bibl. Val., pág. 103. Vicente Ximeno, Escritores del reino de Valencia, lib. I, pág. 247.

Si le envía a uno una carta, ya puede no leerla, porque se vuelve loco inmediatamente, tales absurdos y mentiras dice. Yurrumendi contaba que sólo una vez había visto, a lo lejos, al maldito holandés; pero, afortunadamente, no se le había acercado.

Miguel piensa en Maximina se dijo aquélla al verle tan reflexivo. ¿Qué misterio de amor se le escapará a una joven de diez y siete años? Pues que pene un poco; ya resollará. Y así fue, como lo pensó la niña. Voy a buscarla contestó saliendo apresuradamente de la alcoba. No tardó en llegar con ella en la mano: sentose de nuevo y se puso a leerla con gran calma, observando de reojo al herido.

Saltó de la cama, buscando entre sus ropas en desorden el bolso de mano, que contenía una carta. Quería leerla una vez más, comunicar á alguien su contenido con el impulso irresistible que arrastra á la confesión. Era una carta que su hermano le había enviado desde los Vosgos. Hablaba en ella de Laurier más que de su propia persona.

Pero esta vez paseó la vista con indiferencia por él, y la detuvo para leer unos versos de Periquito a un grano de cierta dama, que le hicieron reir a carcajadas. Debajo de estos versos había una gacetilla que llevaba por título: Un marido como hay pocos. Comenzó a leerla sin gana.

-Cuando yo se la iba a dar -respondió Sancho-, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de trigo que tenía en la criba, y díjome: ''Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí está''. ¡Discreta señora! -dijo don Quijote-. Eso debió de ser por leerla despacio y recrearse con ella.

En cuanto a Santa Teresa había concluido por no poder leerla; prefería esto al tormento del análisis irreverente a que ella, Ana, se entregaba sin querer al verse cara a cara con las ideas y las frases de la santa. ¿Y el Magistral? Aquella compasión intensa que la había arrojado otra vez a las plantas de aquel hombre ya no existía. Los triunfos habían desvanecido acaso a don Fermín.

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