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Hondos suspiros Ataide exhala, que un imposible su sér abrasa, y al dueño hermoso que así le encanta decir no puede sus tristes ánsias; que ella es orgullo, prodigio y gala de la hermosura, la vírgen lánguida, la de las ricas trenzas doradas, ojos de fuego, frente de nácar, la dulce niña, la altiva dama, Leila la Horra, Leila la Hijara. ¡

Véte. Y no desesperes, que, pues salvaste bizarro mi vida, yo salvaré tu corazon en los brazos de Leila, ó con su cabeza Ben Jucef me dará el pago.

Pero como Dios no oye á los réprobos, y el llanto de Jucef mojaba inútil las losas del santuario, y el semblante entristecido de Leila más y más pálido se mostraba, y más sus ojos ardientes, febriles, lánguidos, el cuidado paternal por ciego dió en el engaño. No vió que el amor es vida cuando anhela un sér soñado, y anhelándolo le goza, y se sublima esperándolo.

Al fin la tremenda lucha cesa, profundo silencio sucede á un postrer rugido del monstruo espantable muerte; y Leila, que ella es la dama, mira á sus piés al mancebo, y desmayada en sus brazos se abandona sonriendo. ¡Alma, vida y amor del alma mia! exclamó Ataide los lucientes ojos destellando una célica alegría; y Leila, trasportada, enloquecia, trémulos de pasion los labios rojos.

Y cual si el sueño que á Ataide embarga fuese un conjuro que la evocára, en los fulgores raudos de plata que á la corriente la luna arranca, Leila aparece trasfigurada, los negros ojos ardiendo en llamas, voraz sonrisa mostrando avara, suelta la luenga crencha dorada, que en su aureola radiante baña las maravillas de su garganta, sus curvos hombros, su seno que alza aliento inmenso que gime y canta y en poderoso volcan estalla.

Leila le absorbe, Leila le abarca en el encanto de su mirada, Leila le expresa cuantas fragancias, cuantas ternuras enamoradas, las almas sienten que se embriagan en el misterio que amor se llama. Dura un momento la vision mágica, la onda en que flota léjos la arrastra, y Ataide dice con voz que espanta: ¡Hay vida triste! ¡Corriente amarga!

¡Los monfíes! ¡fatídicos agüeros dijo Leila; ¿qué empresa enaltecida se puede acometer con bandoleros? Ellos exclamó Ataide saben fieros causar la muerte y despreciar la vida. Ganarán el perdon de su delito por Dios y el rey triunfando en la pelea. ¡Dios sólo es vencedor! ¡estaba escrito! Leila exclamó. ¡Señor de lo infinito, tu santa voluntad cumplida sea!

¡Oh adorado señor! enloquecida Leila exclamó, resplandeciente en fuego: humilde, á tu mandato sometida, sin otro bien que para mi vida, ¿cómo negarme á tu anhelante ruego? ¡Mira, atiende, señor! tan tuya soy, tal te idolatra el pensamiento loco, á tu merced tan entregada estoy, que del amor que á tu delirio doy para decir lo inmenso todo es poco.

Y Leila su palabra entrecortaba, y estremecida de placer gemia, y hambrienta la belleza contemplaba de Ataide, que en sus brazos la estrechaba y de ansiedad y amor desfallecia. ¡Sígueme! Ataide al fin con voz medrosa y trémula exclamó; de la montaña en el seno selvático, gozosa, correrá nuestra vida venturosa bajo el techo de paz de la cabaña.

La brava y leal jauría, al ver á su dueña hermosa, á ella corre presurosa trasportada de alegría, y el jinete, que refrena al bruto con fuerte mano, ansioso, anhelante, insano, del arzon salta á la arena. ¡Hija! al ver á Leila en pié, llena de vida, radiante, gritó el xeque delirante ¿quién te salvó? No lo