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El seráfico arcangelillo se asustó al verse solo conmigo en lugar extraño... ¡No les gusta más que la sacristía!... Lloró, rabió, quiso matarse, escandalizó la casa de aquella ilustre doña Mónica a donde la llevé... Jamás me ha pasado otra como esta... ¡Pobre gatita, cómo mayaba! ¡Qué lastimeros ayes! ¡Qué gritos para clamar por su honor!... Nada; es preciso ser fraile o sacristán... En fin, ya está otra vez en su casa, a donde acabo de llevarla sigilosamente, lo mismo que la saqué... Señora doña Inesita, veo que es usted mujer resuelta... Usted se ha echado a la calle con este insigne mancebo... No hay que hacer aspavientos de honor y demás bambolla... La señora condesa me lo ha contado todo esta tarde desde la cruz a la fecha... Ella quería que yo me comprometiese a librarla a usted de su cautiverio, y convine en ello... Pero ustedes lo han sabido arreglar.

Sofocada, la buena mujer tuvo que comprar más libretas, porque dos o tres viejas a quienes no tocó nada, ponían el grito en el cielo, y alborotaban el barrio con sus discordes y lastimeros chillidos. Ya se creía libre de tales moscones, cuando la llamó con roncas voces una mujer que llevaba en brazos a un niño cabezudo, monstruoso.

Algunos ayes lastimeros se deslizaron entre el vocerío. Después sólo se veía una masa de gente en lúgubre cerco silencioso mirando al suelo. Tablas había tomado otra dirección. Por un momento el populacho se dividió. Los girones de aquella nube negra vagaron un rato por las calles de los Estudios, Toledo, plazuelas de San Millán y de la Cebada. Gran confusión reinaba.

Un silencio temeroso le salió al paso, y ya iba a retroceder asustada, cuando oyó unos quejidos lastimeros detrás de una puertecilla. Eran ayes y juramentos de una voz estridente y amarga. Empujó Rita la puerta con recelo, cautelosamente, y vió en un cuarto hondo y destartalado una cama estremecida por un cuerpo tremuloso.

La silla, sustentada en las patas de atrás, anunciaba con lastimeros crujidos sus intenciones de deshacerse; y en tanto el libro cambiaba de disposición con aquellos extravagantes escorzos del cuerpo del lector.

Talín chillaba, aullaba como un condenado viendo su muerte cercana. Al cabo, Regalado abrió piadosamente la puerta de la sala y el desgraciado pudo huir sustrayéndose á la negra parca. Cuando se vió lejos de las iras de su amo, sin dejar de exhalar gemidos lastimeros tuvo espacio para reflexionar. ¡Aquello era muy extraño! ¡mucho! ¿Por qué tal cólera insensata?

De repente, como si lograse desatar un nudo que le apretaba la garganta, como si quebrase un cordel que la ahogaba, rompió Pepita en lastimeros gemidos, vertió un raudal de llanto, y dio con su cuerpo, tan lindo y delicado, sobre las losas frías del pavimento.

No quiero describir aquí con todos sus pormenores la infame matanza del cerdo, como yo la he presenciado en mi lugar siendo niño todavía: aquel río de sangre brotando con ímpetu de la herida garganta y cayendo en un lebrillo, donde una robusta moza le agitaba para que no se cuajase; la más gentil zagala se entretenía en menear el rabo al cerdo para que se desangrase mejor, y el cerdo daba roncos, lastimeros y desgarradores gruñidos. ¿No sería posible valerse del cloroformo o de otro eficaz anestésico para ejecutar tan cruenta operación sin que la víctima padeciese? ¡Quién sabe!

En esta forma, con el rostro encendido y los ojos llameando de cólera, dio la vuelta hacia el pueblo sin despedirse de su compañero, llevando medio en suspensión al chico, que lanzaba quejidos lastimeros. El P. Gil le contempló estupefacto hasta que le perdió de vista. Permaneció todavía unos momentos inmóvil, abstraído.

Cuando Morsamor supo los lastimeros ocasos que acabamos de referir, se compadeció de donna Olimpia y procuró consolarla; pero el cuidado de su nave le preocupaba más todavía. Y como iba ya acercándose a la costa, Fréitas había muerto y no era muy de fiar el contramaestre, Morsamor velaba y sólo por breve rato entraba a reposar en la cámara.