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Actualizado: 2 de septiembre de 2025


Indicó el jefe el segundo alambrado, que Lacour y su amigo creían perteneciente á los franceses. Era de la trinchera alemana. Estamos á cien metros de ellos continuó , pero hace tiempo que no atacan por este lado.

Sintió la atracción de la criatura futura, como si tuviese con ella algún parentesco; se prometió ayudar generosamente al hijo de los Laurier, si alguna vez le encontraba en la vida. Al entrar en su casa, doña Luisa le salió al paso para manifestarle que Lacour le estaba esperando. Vamos á ver qué cuenta nuestro ilustre consuegro dijo alegremente. La buena señora estaba inquieta.

A Lacour le pareció que las filas de cañones cantaban algo monótono y feroz, como debieron ser los himnos guerreros de la humanidad de los tiempos prehistóricos. Esta música de notas secas, ensordecedoras, delirantes, iba despertando en los dos algo que duerme en el fondo de todas las almas: el salvajismo de los remotos abuelos.

Al visitarle Julio, lo presentaba con orgullo á sus amigos, faltando poco para que le llamase «querido maestro». El tango acaparaba todas las conversaciones. Hasta en la Academia se habían ocupado de él, para demostrar elocuentemente que la juventud de la antigua Atenas se divertía con algo semejante... Y Lacour había soñado toda su vida con una república ateniense para su país.

Encontraba muy buena, pero demasiado aburrida, la mesa de los Desnoyers. El padre y la madre sólo hablaban del ausente. Chichí apenas prestaba atención al amigo de su hermano. Tenía el pensamiento fijo en la guerra; le preocupaba el funcionamiento del correo, formulando protestas contra el gobierno cuando transcurrían varios días sin recibir carta del subteniente Lacour.

Chichí estaba en el salón tendida en un sofá, pálida, con una blancura verdosa, mirando ante ella fijamente, como si viese á alguien en el vacío. No lloraba; sólo un ligero brillo de nácar hacía temblar sus ojos, redondeados por el espasmo. ¡Quiero verle! dijo con voz ronca . ¡Necesito verle! El padre adivinó que algo terrible le había ocurrido al hijo de Lacour.

Con la imaginación dió forma Lacour á este cataclismo. Vió una serpiente alada vomitando chispas y humo, una especie de monstruo wagneriano que al aplastarse contra el suelo abría sus entrañas, esparciendo miles de culebrillas ígneas que lo cubrían todo con sus mortales retorcimientos... El proyectil debía haber estallado muy cerca, tal vez en la misma plazoleta ocupada por la batería.

Tendría gusto en verles la cara.» Y contraía la diestra, como si empuñase ya el cuchillo vengador. El padre se cansó de esta situación. Le quedaba uno de sus automóviles-monumentos, que podía guiar un chauffeur extranjero. El senador Lacour obtuvo los papeles necesarios para el viaje de la familia, y Desnoyers dió órdenes á su esposa con un tono que no admitía réplica.

La había encontrado en la calle dando el brazo á su esposo, que ya estaba restablecido de sus heridas. El ilustre Lacour contaba satisfecho la reconciliación del matrimonio. El ingeniero sólo había perdido un ojo. Ahora estaba al frente de su fábrica, requisada por el gobierno para la fabricación de obuses. Era capitán y ostentaba dos condecoraciones.

La delicadeza y la elegancia del príncipe republicano parecían irritarlas. Repetidas veces oyó ella al pasar palabras gruesas contra los «emboscados». La idea de que su hermano, que no era francés, estaba batiéndose, le hacía aún más intolerable la situación de Lacour. Tenía por novio á un «emboscado». ¡Cómo reirían sus amigas!...

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