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Actualizado: 2 de septiembre de 2025
La autorización servía únicamente para Lacour y un acompañante. El era quien iba á figurar como secretario, ayuda de cámara ó lo que fuese de su futuro consuegro. Al final de la tarde salió del estudio, acompañado hasta el ascensor por las lamentaciones de Argensola. ¡No poder agregarse á la expedición!... Creía haber perdido la oportunidad, para pintar su obra maestra.
¿Quiere usted tener la bondad de empezar?... dijo suavemente al oficial lejano . Con mucho gusto le comunico la orden. Sintió don Marcelo un ligero temblor nervioso junto á una de sus piernas. Era Lacour, inquieto por la novedad. Iba á iniciarse el fuego; iba ocurrir algo que no había visto nunca.
Ahora era Argensola el que despedía á su compañero cuando deseaba verse solo. «Creo que la yanqui va á venir», decía con indiferencia. Y el grande hombre huía, valiéndose muchas veces de la escalera de servicio. En esta época empezó á desarrollarse el suceso más importante de su existencia. La familia Desnoyers iba á unirse con la del senador Lacour.
Pero el gobierno despreciaba á las mujeres, y ella no podía obtener otra participación en la guerra que la de admirar el uniforme de su novio René Lacour, convertido en soldado. El hijo del senador ofrecía un lindo aspecto. Alto, rubio, de una delicadeza algo femenil que recordaba á la difunta madre, René era un «soldadito de azúcar» en opinión de su novia.
Afirmo dijo Lacour que al encontrar en la calle uno de estos atados lo habría creído procedente del bolso de una dama ó un olvido de dependiente de perfumería... todo, menos un explosivo. ¡Y con esto, que parece fabricado para los labios, puede volarse un edificio!... Siguieron su camino. En lo más alto de la montaña vieron un torreón algo desmoronado. Era el puesto más peligroso.
Su hija sólo pensaba en ella, en formar un núcleo aparte, con el duro instinto de independencia que separa á los hijos de los padres, para que la humanidad continúe su renovación. Julio era el único que podía haber prolongado la familia, perpetuando el apellido. Los Desnoyers habían muerto; los hijos de su hija serían Lacour... Todo terminado.
Con el reloj á la vista podía anunciarse á qué hora iban á saludar con sus lanzas los primeros hulanos la aparición de la torre Eiffel en el horizonte. Los trenes llegaban repletos, desbordando fuera de sus vagones los racimos de gentes. Y fué en estos momentos de general angustia cuando don Marcelo visitó á su amigo el senador Lacour para asombrarle con la más inaudita de las peticiones.
Era el mismo, pero con el pecho más amplio, las muñecas más fuertes. Las facciones suaves y dulces de la madre se habían perdido bajo esta máscara varonil. Lacour reconoció con orgullo que ahora se parecía á él. Después de los abrazos de saludo, René atendió á don Marcelo con más asiduidad que á su padre. Creía percibir en su persona algo del perfume de Chichí.
Se arremolinaba el aire á espaldas de las baterías con oleaje furioso. Lacour y su compañero recibían á cada tiro un golpe en el pecho, el violento contacto de una mano invisible que los empujaba hacia atrás. Tenían que acompasar su respiración al ritmo de los disparos.
Las conversaciones á solas con su hermana le infundían un terror que pretendía comunicar luego al esposo. «Todo está perdido... Elena es la única que sabe la verdad.» Desnoyers fué en busca del senador Lacour. Conocía á todos los ministros: nadie mejor enterado que él. «Sí, amigo mío dijo el personaje con tristeza , dos grandes descalabros en Morhange y en Charleroi, al Este y al Norte.
Palabra del Dia
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