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Actualizado: 2 de septiembre de 2025
Enardecidos por esta actividad mortal, embriagados por la celeridad destructora, sometidos al vértigo de las horas rojas, Lacour y Desnoyers se vieron de pronto agitando sus sombreros, moviéndose de un lado á otro como si fuesen á bailar la danza sagrada de la muerte, gritando con la boca seca por el acre vapor de la pólvora: «¡Viva... viva!»
Julio estaba herido. Pero al mismo tiempo que recibía la noticia con un retraso lamentable, Lacour le tranquilizó con sus averiguaciones en el Ministerio de la Guerra. El sargento Desnoyers era subteniente, su herida estaba casi curada, y gracias á las gestiones del senador vendría á pasar una quincena de convalecencia al lado de su familia.
Pero esto no le impedía esperar, para cuando fuese ingeniero, la protección oficial atesorada por cuatro generaciones de Lacour dedicadas al servicio de la República.
Lacour y su amigo pensaban con nostalgia en las carreteras flanqueadas de árboles, en la marcha al aire libre, viendo el cielo y los campos. No daban veinte pasos seguidos en la misma dirección. El oficial, que marchaba delante, desaparecía á cada momento en una revuelta. Los que iban detrás jadeaban y hablaban invisibles, teniendo que apresurar el paso para no perderse.
Comió porque sentía hambre, pero alimentos y vinos le parecían de otro planeta. Iba examinando con asombro á estos enemigos que ocupaban los mismos lugares de su esposa, de sus hijos, de los Lacour... Hablaban en alemán entre ellos, pero los que conocían el francés se valían con frecuencia de este idioma para que les entendiese el invitado.
Estuve de víctima dijo el aludido, modestamente. Un oficial venía corriendo hacia ellos del lado del torreón, por el espacio desnudo de árboles. Repetidas veces agitó su kepis para que le viesen mejor. Lacour tembló por él. Podían distinguirle los enemigos; se ofrecía como blanco al cortar imprudentemente el espacio descubierto, con el deseo de llegar antes.
Desnoyers tenía que explicar su historia, mostrando el pasaporte que le había dado Lacour para hacer su viaje en el tren militar. Sólo así pudo seguir adelante. Estos soldados muchos de ellos heridos levemente estaban aún bajo la impresión de la victoria.
Llevaba muchos meses teniendo que contentarse con la lectura de sus cartas y la contemplación de una fotografía hecha por uno de sus camaradas... Desde entonces asedió á Lacour como si fuese uno de sus electores deseoso de un empleo. Le visitaba por las mañanas en su casa, lo invitaba á comer todas las noches, iba á buscarle por las tardes en los salones del Luxemburgo.
Don Marcelo creyó leer en sus ojos la admiración, el amor, todo un pasado que resurgía de pronto en su memoria. ¡Pobre mujer!... Sintió por ella un cariño paternal, como si fuese la esposa de Julio. Su amigo Lacour había vuelto á hablarle del matrimonio Laurier. Sabía que Margarita iba á ser madre.
Improvisó un fragmento de discurso en honor de este soldado de la República que llevaba el glorioso nombre de Lacour, juzgando oportuno el momento para hacer conocer á aquellos militares profesionales los antecedentes de su familia. Cumple tu deber, hijo mío. Los Lacour tienen tradiciones guerreras.
Palabra del Dia
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