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Actualizado: 18 de mayo de 2025
Y el oro, desconfiado como ninguno, asentado con firmeza sobre el 348, no se movía, imperturbable; apostrofábanle los bajistas, le hostigaban los alcistas, y él, quieto, cansado, sin duda, de su ascensión violenta, esperando nuevas fuerzas para seguir su vuelo de águila. Esteven, entretanto, se irritaba.
Pero los ministros, que descubrían esta astucia de Fernando, cerraban la Fontana, y entonces ésta se irritaba contra el Gobierno y trataba de derribarlo.
La suerte le era contraria en el juego; necesitaba nuevas «herramientas de trabajo». Aquel capital que la irritaba con su terquedad, no queriendo subir más allá de los treinta mil, había oído finalmente sus quejas, pero fué para desplomarse con una rapidez fulminante, dejando sólo leves escombros de su existencia. Después de recibir esta ayuda, la duquesa se había mostrado quejosa.
El marqués de Peñalta entró en el cuarto de doña Gertrudis, donde se hallaban a la sazón conversando don Mariano y don Máximo, que no manifestaban de modo alguno en su rostro la zozobra angustiosa, la palidez y el espanto de los que presencian la agonía de un moribundo; lo cual irritaba de tal manera a doña Gertrudis, que casi se hubiera alegrado de morir en aquel momento sólo por darles un susto.
En cuanto a la oración, Ana decía que recitar de memoria plegarias era un ejercicio inútil, soporífero, que irritaba los nervios; las repetía cien veces, para fijar en ellas la atención, y llegaba a sentir náuseas antes de conseguir un poco de fervor.... «Nada, nada de eso; no hay cosa peor que rezar así, respondía el Magistral; a la oración ya llegaremos; por ahora en este punto basta con sus antiguas devociones». Y, aunque temiendo los peligros de la fantasía de Ana, por no perder terreno, tenía que dejarla abandonarse a los espontáneos arranques de ternura piadosa que venían sin saber cómo, a lo mejor, provocados por cualquier accidente que ninguna relación parecía tener con las ideas religiosas.
Fue gentilhombre con ejercicio y disfrutó de las ventajas y preeminencias que su caudal y nacimiento le concedían; pero no bastaban a saciar aquel corazón henchido de arrogancia. La extraña amalgama de la aristocracia de la sangre con la del dinero le hería y le irritaba.
Levantó poco a poco entre los dos a la manera de un muro de acero, de una resistencia, de una frialdad impenetrables. Yo me irritaba ante aquel nuevo obstáculo y no podía vencerlo. Trataba nuevamente de hacerme entender: toda inteligencia había cesado. Aguzaba las frases y no llegaban a ella.
Ahí está ese gaznápiro decía don Bernardino, espiando lo que no le importa; ¡y pensar que con media palabra mía, podía quitarme semejante estorbo! Por su parte, don Pablo Aquiles se irritaba cada vez que veía pasar al odiado personaje. ¡Cerrar esa puerta! prorrumpía apartando el mamotreto que estudiaba, ¡qué negros éstos! Nada, tendré que cambiar de sitio.
Porque la brigadiera no podía sufrir con paciencia esta simpatía: se irritaba contra su hija cuando pedía que le trajesen a Miguel sin demora, y mucho más cuando éste, motu propio, se llegaba a darla un beso.
Su ex perseguidor no tenía nada en la figura ni en el trato que lo hiciese aborrecible. ¿Sería, por el contrario, que le hubiese impresionado demasiado favorablemente su presencia? Tampoco. Veía diariamente en sociedad muchos jóvenes más gallardos y de más agradable conversación. Así que, la sorprendía tanto como la irritaba encontrarse pensando en él.
Palabra del Dia
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