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Actualizado: 3 de mayo de 2025
Este, tan pronto estaba en la habitación del herido como subía al piso superior para consolar a las mujeres, oponiéndose a su propósito de ver al torero. Debían obedecer a los médicos y evitar emociones al enfermo. Juan estaba muy débil, y esta debilidad inspiraba más cuidado a los doctores que las heridas. A la mañana siguiente, el apoderado corrió a la estación.
Se oculta a las miradas de sus amigos por un momento, y sale al fin bufando y chapoteando como un verdadero tritón, diciendo que no es nada y que va a saltar otra vez para que se vea. Pero su padre político no lo consiente. Y otras exclamaciones más o menos coherentes, que daban testimonio del profundo interés que la salud del oficial le inspiraba.
Nadie había que las guiase, así por lo fragoso del sitio, ni de los cabrerizos frecuentado, como por el temor que inspiraba la maldición del ermitaño, pronto a echarla a quien invadía su dominio temporal, o a quien le perturbaba en sus oraciones. Ya se entiende que este ermitaño, tan maldiciente, era pagano.
Algo había en su conducta que no podía explicarse, y era preciso que ella se lo dijese. ¿No era su hermano único y el mejor de sus amigos? ¿No le contaba todas las cosas que no se atrevía a decir al padre, por el respeto que éste le inspiraba?... Pero la muchacha se mostró insensible al tono acariciador y persuasivo de su hermano.
La marcha hasta el hotel iba á resultar interminable; todo Monte-Carlo presenciaría su paso. Se sintió triste, muy triste. Aquel oficial era su enemigo; ¡pero la muerte!... Alicia le inspiraba menos conmiseración. Sonrió con una sonrisa perversa al contemplar por última vez el carruaje y su séquito que iba en aumento. Como escándalo, no era flojo el que acababa de dar la duquesa de Delille.
Ya que don Pablo deseaba el matrimonio de Margalida con el señor y daba palabra de que esto no traería ninguna desgracia a la atlota, podían casarse. Era un gran infortunio para los dos viejos verla marcharse de la isla, pero preferían esta tristeza a conservar a su lado como yerno a Febrer, que les inspiraba un respeto irresistible.
Era el párroco un hombre de cincuenta años de edad próximamente, alto, seco, moreno, cabellos negros aún, revueltos y crespos, los ojos vivos y severos, la expresión de su rostro franca y resuelta. A pesar de la dureza que en él se notaba inspiraba confianza y simpatía desde luego. Parecía un veterano afeitado y con los hábitos de sacerdote. Su casa estaba próxima.
Ojeda abandonó su asiento para unirse al grupo, y los dormitantes que estaban cerca se incorporaron igualmente, corriendo con la infantil curiosidad que inspiraba el menor suceso en la monótona existencía de a bordo... El velero estaba a corta distancia del trasatlántico, moviéndose ante su proa como una montaña de blancos lienzos cuadrangulares ligeramente rosados por el sol.
Hablaba con vagas alusiones de la temible navaja, cuyo escondrijo nadie lograba encontrar. Iba a salir a luz de un momento a otro. Y si la saco, se acaba too... ¡too! Sintió una mano en un hombro y volvió la cabeza. Era don Carmelo el de la comisaría: el hombre que le inspiraba más respeto en el buque; todo un caballero, y además paisano.
Su inteligencia clara y su corazón noble se sobrepusieron a la debilidad de los trece años; dominando con valor admirable el terror que le inspiraba doña Rebeca, la acompañó dócil a Rucanto, y allí se echó sobre los hombros su nueva vida, con un firme empeño de levantarla y llevarla gallardamente hasta el final del camino.
Palabra del Dia
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