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Actualizado: 9 de junio de 2025


Podía atreverse á todo: el Océano había agotado en él todas sus sorpresas... Y sin embargo, la peor de sus aventuras ocurrió estando el mar en calma. Siete años llevaba de navegante, y se disponía una, vez más á volver á España, cuando en Hamburgo aceptó puesto de piloto en un velero que iba á hacer rumbo al Camerón y al África oriental alemana. Un marino noruego quiso disuadirle de este viaje.

Lo difícil era que el azar de una corriente ó de un rumbo colocase este despojo, en el inmenso desierto marino, ante la proa de un velero sin prisa. Una corbeta de guerra francesa encontraba entero, cerca de las Canarias, á uno de estos monstruos, flotando sobre el mar, enfermo ó herido. Los oficiales habían dibujado sus formas y anotado sus fosforescencias y cambios de color.

Después de recibir encima del cuerpo chubascos y más chubascos que nos empaparon hasta los huesos, dimos vista a Lanzarote. Se revelaba la isla como un nubarrón sobre el mar. Nos acercamos llenos de esperanzas, cuando un demonio de cutter velero nos dió el alto disparándonos un cañonazo. Era imposible resistir. El capitán mandó atar un pañuelo blanco en un remo, en señal de que nos rendíamos.

Su primera visita había sido diez y siete años antes, cuando era piloto de un velero catalán, surto en el puerto de Nápoles, aprovechando la baratura de precios de un domingo. Todo lo había visto confundido en un grupo que se empujaba y pisaba por escuchar al guía de más cerca.

Parecía inmóvil, a pesar de que dos cuchillos de espuma rebullían a lo largo de su proa. «¡Adiós! ¡Buen viaje!», gritaba en varios idiomas la muchedumbre agrupada en las bordas... Y el velero fue empequeñeciéndose, como si marchase hacia atrás, saludando con violentos cabeceos las arrugas espumosas que enviaba a su encuentro el invisible volteo de las hélices.

Miguel adquirió en Inglaterra un yate velero, de proa afilada y arboladura audaz, con máquina auxiliar, y le puso un nombre de ave marina, pero en español: Gaviota. Deseaba prolongar en el Océano su vida terrestre, seleccionando de ella todo lo más interesante, y por esto quiso embarcar á Sergueff.

El velero busca mar amplia y viento favorable para doblar el cabo de Hornos, punta avanzada del mundo, lugar de tempestades interminables y gigantescas. Mientras ardía el verano en el otro hemisferio, el terrible invierno austral salió al encuentro de los navegantes. El buque necesitaba hacer rumbo al Oeste, y precisamente los vientos soplaban del Oeste, cortándole la ruta.

Ulises no se había imaginado que el pequeño buque llevase tantas cajas. Cuando la bodega quedó vacía, desaparecieron los últimos marineros germánicos, y con ellos los cables que aprisionaban al velero. Un oficial le gritó que podía marcharse. Los dos sumergibles, más achatados sobre el mar que á su llegada, con los depósitos henchidos de esencia y aceite, empezaron á alejarse.

Juntos iban al puerto, tranquilo y solitario lago, cuya entrada era casi invisible por las revueltas entre las peñas del brazo acuático que lo comunicaba con el mar. Sólo de tarde en tarde aparecían en esta plaza cerrada de agua azul los mástiles de algún velero que venía a cargar naranjas para Marsella.

¡Que Dios la castigue! repuso el oficial, como si dijese «amén». Ferragut se vió olvidado, desconocido por todos estos hombres que llenaban la goleta. Algunos marineros le empujaron en la precipitación de su trabajo. Era el patrón del velero, un civil falto de jerarquía al estar entre hombres de guerra. Empezó á comprender por qué motivo le habían dado el mando del pequeño buque.

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