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Actualizado: 21 de junio de 2025
Febrer movió la cabeza. Sí; conocía el arma: él mismo se la había traído de Ibiza. Pues con esto continuó el chicuelo no hay guapo que se nos ponga delante. ¿El Ferrer?... ¡mentira! ¿El Cantó y todos los otros?... ¡mentira también! ¡Y pocas ganas que tengo yo de usarlo!...
Pep Arabi, de Ibiza... Pero esto mismo no decía gran cosa, pues en la isla sólo existen seis o siete apellidos, y Arabi eran una cuarta parte de sus habitantes. Se explicaría mejor. Pep de Can Mallorquí. Febrer sonrió. ¡Ah, Can Mallorquí! Un pobre predio de Ibiza donde él había pasado un año siendo muchacho: la única herencia de su madre. Hacía doce años que Can Mallorquí no era suyo.
Descansa dijo Febrer . Un día de estos iré a la ciudad. Cuenta con el regalo. Y Jaime emprendió una mañana el camino de Ibiza, ansioso de nueva existencia, de renovar y variar sus impresiones fuera de la rusticidad campestre. Ibiza le pareció una gran ciudad, a él que había corrido toda Europa.
Luego había vivido en guardia siempre que bajaba a tierra, para librarse de la venganza de su enemigo; pero los años pasan, todo se olvida, y los dos compadres acabaron por contrabandear juntos, navegando desde Argel a Ibiza o las costas de España.
Más allá sólo había ido, según el tío Ventolera, cierto fraile desterrado por el gobierno como agitador carlista, que había construido en la costa de Ibiza la ermita de los Cubells. Era un hombre duro y atrevido continuó el viejo . Dicen que puso una cruz en lo más alto, pero hace tiempo que se la llevaron los malos vientos.
Pronto dejaría de verle don Jaime. Antes de una semana iban a llevarle a Ibiza. Otros le subirían la comida a la torre... Febrer hizo un gesto revelador de su esperanza. ¡Tal vez Margalida, como en otros tiempos! Pero el Capellanet, a pesar de su tristeza, sonrió maliciosamente. No, Margalida no; todos menos ella. ¡Bueno estaba el siñó Pep para consentirlo! Cuando la pobre madre, para defender a su atlot, había hablado tímidamente de lo necesario que era el muchacho en la casa para servir al señor, Pep estalló en nuevas vociferaciones.
Al entrar en el Borne atrajo su atención la inmovilidad de varios paseantes que bajo la sombra de los copudos árboles contemplaban a unos campesinos detenidos ante el escaparate de una tienda. Febrer reconoció sus trajes, distintos de los usados por los payeses de la isla. Eran ibicencos... ¡Ah, Ibiza! El nombre de esta isla evocaba el recuerdo de un año remoto de su adolescencia pasado allá.
Luego, en las tardes, eran las expediciones á pie por los acantilados de la costa. El Dotor conocía lo mismo las alturas del promontorio que sus profundidades. Por senderos de cabra salvaje subían á las cumbres, desde las que se alcanzaba á ver la isla de Ibiza. A la salida del sol, la lejana tierra balear parecía una llama de color de rosa surgiendo de las olas.
Ibamosle delante los tres dedicados a su asistencia con el Santo Cristo en las manos y como en su autorizada guarda la noble piedad del Muy Ilustre Señor Don Francisco Truyols, Gobernador que fue de la isla de Ibiza y Maese de Campo de un Tercio de Españoles y hoy General de la Artillería y Don Berenguer de Homs, reciente Jurado en Familiar, del hábito de Alcántara, que a sus veces exhortaban también al penitente al oído.
Eran caseríos desparramados en muchos kilómetros, sin más núcleo que la iglesia y las casas del cura y el alcalde. La única población era la capital, la llamada en los antiguos documentos «Real Fuerza de Ibiza», con su barrio anexo de la Marina. Cuando un atlot llegaba a la pubertad, su padre lo llamaba a la cocina de la alquería en presencia de toda la familia.
Palabra del Dia
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