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Adelantó mucho el hocico, igual que si fuese a catar alguna golosina, y tocó la frente y los ojos de la pequeña.... Después desenvolvió lentamente los pliegues del mantón, y descubrió las piernas, calentitas como chicharrones, que apenas se vieron libres del envoltorio comenzaron a bailar, sacudiendo sus favoritas patadas de júbilo.

Por eso se celebró el acontecimiento como uno de los de más transcendencia, por aquellos sencillos habitantes, y fueron los tenderos, durante algunos días, el objeto de la admiración de todos sus convecinos; admiración que recibieron los admirados con toda la dignidad del caso: Simón, con los brazos remangados hasta el codo, de pie, y con el índice y el pulgar de cada mano apoyados sobre el mostrador; Juana, sentada detrás de éste, con el hocico plegado y los párpados muy caídos.

En seguidita me voy a mi cuarto y hago con él una pajarita preciosa... Ninguna me ha salido tan bien... El papel era gruesecito, ¿sabes?... Tenía el piquito levantado, que apetecía comérsela... Voy muy callandito a su alcoba y se la coloco sobre la mesa de noche. Al día siguiente le encontré con un hocico de media vara, que aún dura, y a mamá lo mismo... pero no me han dicho palabra.

Así, un mancebo galante, cuando va por la calle en pos de una mujer, cuyo andar airoso y cuyo talle le entusiasman, y luego se adelanta, la mira el rostro, y ve que es vieja, o tuerta, o tiene hocico de mona. El hombre además sería un mueble si conociera la verdad, aunque la verdad fuese bonita. Se aquietarla en su posesión y goce y se volvería tonto. Mejores, pues, que sepamos pocas cosas.

Torquemada se hubiera escondido en el centro de la tierra para no oír tal grito: metióse en su despacho sin hacer caso de las exhortaciones de Bailón, y dando á éste con la puerta en el hocico dantesco. Desde el pasillo le sintieron abriendo el cajón de su mesa, y al poco rato apareció guardando algo en el bolsillo interior de la americana. Cogió el sombrero, y sin decir nada se fue á la calle.

El más pequeño de los niños chocó contra la diestra del torero un hocico rojo, recién frotado por la madre con motivo de la visita. Gallardo le acarició la cabeza con distracción. Uno de los muchos ahijados que tenía en España. Los entusiastas le obligaban a ser padrino de pila de sus hijos, creyendo asegurar de este modo su porvenir.

El marqués llevaba junto a él a sus hijas, que eran de corta edad, y el animal olisqueaba las blancas faldillas de las pequeñas, agarradas temerosamente a las piernas de su padre, hasta que, con la repentina audacia de la niñez, acababan rascándole el hocico. «¡Echate, CoronelCoronel descansaba sobre sus patas dobladas, y la familia sentábase en sus costillares, agitados por el ru-ru de fuelle de su poderosa respiración...

Se dieron algunos ansiosos chupetones, y uno de los zagalones con inclinaciones más señaladas a la retórica dejó al cabo escapar esta declaración inesperada: Me paece a , me paece a que si el tiempo no tuerce el hocico, en cosa de ocho días levantarán los trigos un par de palmos más... Es un decir, mayormente.

Extendió la muleta, quedando plantado ante el animal, pero a alguna distancia, no como otras veces, en las que enardecía al público tendiendo el trapo rojo casi en el hocico. Notose en el silencio de la plaza un movimiento de extrañeza, pero nadie dijo nada.

La señora Crackenthorp, pequeña mujer que pestañeaba un ojo y agitaba continuamente sus encajes, sus cintas y su cadena de oro, volviendo la cabeza a derecha e izquierda, haciendo así ruidos reprimidos que se parecían mucho al gruñido de un cerdo de la India cuando contrae el hocico y monologa ante cualquier reunión, la señora Crackenthorp, digo, pestañeó entonces y continuó agitándose al volverse hacia el squire; después, por fin, respondió: ¡Oh, no; no me ofendéis!...