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21 aún estaba hablando en oración, y aquel varón Gabriel, al cual había visto en visión al principio, volando con vuelo, me tocó como a la hora del sacrificio de la tarde. 22 Y me hizo entender, y habló conmigo, y dijo: Daniel, ahora he salido para hacerte entender la declaración. Entiende, pues, la palabra, y entiende la visión. 2 En aquellos días yo, Daniel, me contristé tres semanas de días.

Pasando un día entre la Catedral y el Alcázar se me acercó una vieja y desarrapada gitana y se empeñó tan obstinadamente en decirme la buenaventura que no supe negarme a su ruego y le entregué mi mano para que la examinase. La vieja gitana me dijo: En buena hora naciste, gallardo y gentil caballero, si la ambición satisfecha basta para hacerte dichoso.

Ya era tiempo de que yo viniese para hacerte volver á la razón. Lea levantó la cabeza y dijo con gravedad: ¡Es verdad! Ya era tiempo, en efecto. ¡Ah! ¿Lo ves? exclamó Sorege triunfante. Lea le miró con sublime desprecio. Ha comprendido usted mal. Todo este día que he pasado encerrada, sola y reflexionando, ha estado lleno de malas horas. El peligro infunde sospechas y yo que corro peligros.

Ella, al sentir en la palma de la mano el frío de las monedas, dejolas caer al pronto, sobre la mesa, como si hubiese tocado un reptil. El rostro se le enrojeció de vergüenza, y su pecho, henchido por la emoción, dejó escapar un suspiro. Luego sonrió tristemente, diciendo: ¡Ah! ¿vuestra merced ha pensado?... ¡No, no, por Dios! ¿Tanta honrilla, muchacha? ¿No puedo hacerte, acaso, un obsequio?

Por otra parte he descubierto que no se gobierna al corazón, y ellos no podrían dejar de amar, como yo no... ¿Qué, Reina? Nada, señor cura. Lo que yo temo es tener una inclinación a los perdidos, porque Buckingham es lo más interesante... Pero en fin, hijita, desde que lees a Walter Scott, he tratado de hacerte comprender ciertas cosas y parece que todo ha sido inútil.

¡Si no es para hacerte daño, mujer! profirió él deteniéndose. Sólo quiero decirte dos palabras al oído... dos palabras solamente. Pues yo no quiero oirlas... ¡No te acerques! Plutón avanzó algunos pasos y ella retrocedió otros tantos blandiendo en su mano derecha la hoz. En cuanto te las diga me marcho manifestó él sonriendo diabólicamente. ¡No te acerques! exclamó de nuevo retrocediendo.

Pero el médico, transformado ya en un hombre impetuoso y triunfador, aseguró, audaz: ya no tendrás miedo a nada...; serás mi mujercita..., mi gloria, y ya nadie jamás podrá dañarte, ni perseguirte, ni hacerte llorar...; ¿no sabes que vamos a la paz y a la dicha?...; ¿no sabes que vamos a Luzmela?

Yo no debía hacerte caso; pero mi debilidad es más fuerte que mi fortaleza, ¿entiendes?... ¿Quién no tiene un castigo en el mundo? Mi castigo eres . En vez de darme enfermedades o de volverme fea, Dios me ha dicho: «Quiérele»; y ya ves, te quiero y padezco. El corazón me dice que será constante. Te amaré siempre, mientras viva. Mi corazón es de una pieza.

¡Singular idea!... dijo fríamente Pierrepont . No, te equivocas; conozco a la señorita de Sardonne desde su niñez y le tengo cierto afecto... Eso es todo... Sabes, además, que mi fortuna es escasa y que ella nada tiene... un matrimonio entre los dos sería una locura. Puesto que ahí están las cosas, voy a hacerte una franca confidencia.

Separado de él anoche, tenía ante mis ojos la opulencia más rica, y en mi mano el hacerte feliz y poderoso, y ya reparaste la loca alegría que me dominaba.