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Un largo silencio sucedió a este arranque de orgullo. Ambos mirábamos el fuego como dos buenos hechiceros que intentaran leer el secreto del porvenir en las llamas y carbones encendidos. Mas, llamas y carbones permanecían mudos y yo lloraba silenciosamente, cuando el cura prosiguió semisonriendo. Sin embargo, no se parece a Francisco I, ni a Buckingham.

Francisco I era un perdido exclamó el cura exasperado, y ese Buckingham, a quien quieres tanto, era otro. Cada cual tiene su carácter respondíle, y no por qué se les haría un crimen porque amaran a varias mujeres. La reina Claudia y la señora de Buckingham, pareceríanse sin duda a mi tía.

Soñaba yo con el amable Buckingham, que me parecía delicioso con su insolencia, sus hermosos trajes, sus lazos de cintas y su ingenio, y me preguntaba por qué causa se desesperaba Alicia Bridgeworth, de verse en su casa, cuando mi tía me dijo sin preámbulos. ¡Qué fea está usted hoy, Reina! Yo salté en la silla. Aquí tiene le dije pasándole el salero. No pido la sal, tonta.

Por otra parte he descubierto que no se gobierna al corazón, y ellos no podrían dejar de amar, como yo no... ¿Qué, Reina? Nada, señor cura. Lo que yo temo es tener una inclinación a los perdidos, porque Buckingham es lo más interesante... Pero en fin, hijita, desde que lees a Walter Scott, he tratado de hacerte comprender ciertas cosas y parece que todo ha sido inútil.

La verdad es que era desolador el ser tan pequeñita, tan pequeñita. ¿Quién podría amarme así? Pero me consolaba leyendo Peveril del Pic. Era esta una de mis novelas preferidas, entre las de Walter Scott, precisamente a causa de Fenella, cuya altura era a buen seguro, más exigua que la mía. Yo amaba, idolatraba a Buckingham.

En 1628, pasados veinticinco años, estando en París al servicio de María de Médicis, supo, por su amistad con el Duque de Buckingham, que Carlos I de Inglaterra deseaba hacer paces con España. Primeramente retrató a los Reyes e Infantes, de medios cuerpos, para llevar a Flandes; hizo de Su Majestad cinco retratos, y entre ellos uno a caballo con otras figuras, muy valiente.

¡Ah! señor cura repliqué rápidamente, si Francisco I y Buckingham estuvieran aquí, no se harían rogar mucho para amarme, y yo estaría contentísima. ¡Hum! El cura halló la respuesta desprovista de ortodoxia y susceptible de enojosas interpretaciones, y abandonando inmediatamente tan escabroso tema, me aconsejó resignación.