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Actualizado: 6 de noviembre de 2025


Así como no se explicaba fácilmente por qué el descrédito había sido tan grande y en tan poco tiempo, tampoco ahora podía nadie darse cuenta de cómo en pocas horas el espíritu de la opinión se había vuelto en favor del Magistral, hasta el punto de que ya nadie se atrevía delante de gente a recordar sus vicios y pecados; y no se hablaba más que de la conversión milagrosa que había hecho.

Aquella sesión de barbilampiños, en que se exponían las más peregrinas teorías económicas, con la gravedad de padre de la patria, y se barajaban los millones de pesos como simples naipes, ofrecía especial interés; había empleadillo de tres al cuarto, que hablaba de hacer una operación de muchos miles, y niño apenas destetado, que decía con arrogancia que el Banco acababa de otorgarle fuerte suma con su sola firma; el hermano de alguien que estaba en el candelero, pellizcándose el bozo incipiente, brindaba su poderosa influencia, y un rabonero recalcitrante, sin más haber que las dádivas de su papá, se lamentaba de sus pérdidas en la última liquidación.

De este libro, sin conocerlo, hablaba muy mal don Saturnino Bermúdez, cuando estaba un poco alegre, después de comer. Uno de sus secretos era, que «el Magistral merecía el nombre de sabio, pero no precisamente el de arqueólogo; nadie sirve para todo».

Provisto de ella, y después de haber convenido con Gloria la hora y las circunstancias de la visita, me personé en su casa a eso de las once de la mañana, preguntando por D. Oscar. La criada que salió a abrirme me condujo, al través del patio que yo había mirado tantas veces desde fuera, a la sala de recibo, desde donde Gloria me hablaba.

Don Álvaro vio que mientras la conversación general ocupaba a todos los convidados, que esperaban en el salón, en pie los más, la voz que les llamase a la mesa; Ana disimuladamente se había acercado al Magistral y junto a un balcón le hablaba un poco turbada y muy quedo, mientras sonreía ruborosa.

Mientras así estaba llorando delante de Dios, oyó una voz, como de quien estaba enojado, que hablaba con él y le decía: «Por tu amancebamiento y por las confesiones mal hechas, te ha sobrevenido esta desgracia

22 El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias. 1 Después de estas cosas miré, y he aquí una puerta abierta en el cielo; y la primera voz que , era como de trompeta que hablaba conmigo, diciendo: Sube acá, y yo te mostraré las cosas que es necesario que sean hechas después de éstas.

Entonces no diga usted esa triste palabra «adiós», pues hemos de vernos todavía. Ciertamente, no marcharé sin despedirme de usted y sin estrechar su mano. Hablaba Delaberge con voz contristada y se disponía a salir. Lo notó Camila Liénard y vio el aire de tristeza que oscurecía su rostro.

Artegui hablaba con su entonación lenta y desdeñosa de costumbre. No insistió Lucía , si lo extraño no es lo que me ha sucedido. Lo que hallo inusitado, es usted. Vamos, Don Ignacio, que usted bien lo conoce. Yo nunca vi a nadie que pensase lo que usted piensa, ni que lo dijese; y por eso a veces murmuró cogiéndose la frente con ambas manos suele pasarme por acá la idea de que estoy soñando aún.

Usted sabe muy bien, mi oficial, que el hombre que manda durante mucho tiempo un barco de vela, llega a mirarle como una cosa viva; el Viejo así lo creía, y hablaba con su Dragón más que con su gente. Consideraba a su corbeta como si fuera su mujer, su novia o su querida. La única distracción de Zaldumbide era jugar con Marí Zancos, una mona que le había regalado un capitán español.

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