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Actualizado: 6 de noviembre de 2025
La sensible María Teresa, que se apiadaba de los perros abandonados en la calle y reñía con los cocheros cuando levantaban el látigo sobre las bestias, hablaba fríamente de la muerte, como si únicamente tuviera entrañas para su amor y el resto del mundo careciese de interés.
Por fin he podido persuadir de la verdad a Luis. Le había dicho, en el viaje, que en este libro tenía escritos mis recuerdos del día en que salí del colegio, y le había prometido dárselo para que los leyera. Su deseo era saber sí hablaba de él, qué decía de su persona, qué opinión me había inspirado.
En mis tiempos de chico, hablaba mucho de minerales y de filones de hierro un señor que se llamaba don Juan Beracochea, de quien la gente solía burlarse porque andaba con un criado suyo haciendo excursiones por los montes próximos, y decía que los alrededores de Izarte valían una millonada.
Otras veces lo encontraba sentado en el puesto de un remendón, rozando con la cabeza las viejas caricaturas anticlericales de El Motín pegadas a la pared, mientras hablaba al zapatero de Dios y de los santos, sin intimidarse por los canturreos burlones y el golpear del martillo sobre la suela.
No hablaban a solas como delante de los señores de clase; no eran prudentes, no eran comedidas, no rebuscaban las frases. Doña Anuncia decía palabras que la hubieran escandalizado en labios ajenos. La conversación tardó en volver al pecado de Ana, a la vergüenza de que les hablaba la carta de doña Camila.
Los amigos de Rafael, los principales personajes del municipio que rondaban por el mercado, no podían ocultar su satisfacción. Hasta el último alguacil sentía cierto orgullo. «Hablaba con el quefe. Le sonreía». Era un honor para el partido que una mujer tan hermosa tratase amablemente a Don Rafael, aunque, bien considerado, merecía esto y algo más.
Yo yevo ahora tres entre manos. Y el que así hablaba enorgullecíase de su guapeza incansable, que iba devorando los ahorros de las institutrices.
Daba sus consejos al doctor Le Bris, hablaba en italiano con el conde y la señora de Villanera y lamentaba no saber el francés para poder entablar más amplio conocimiento con Germana. Se le veía sentado delante de ella durante horas enteras, buscando una frase o mirándola sin decir nada con esa cortesía tranquila y muda que reina en todo Oriente.
Aquella noche en la tertulia se hablaba en primer término del paseo de Vegallana. ¿A dónde bueno, Marqués? le preguntaba un amigo que le encontraba en el campo. A Cardona por la Carbayeda... mil ciento uno... mil ciento dos... tres... cuatro... y seguía marcando el paso, apoyándose en un palo con nudos y ahumado, como el de los aldeanos de la tierra.
Pero ya que tanto te ocupas de hacer feliz á la humanidad, ¿por qué no te acuerdas de la pobre de tu mujer?... Y hablaba con sorda cólera de la de Lizamendi, que muchas veces lloraba al visitarla, recordando el pasado. Se veía en una situación difícil, ni soltera, ni viuda; eludiendo hablar de su estado, ocultándolo casi, para que nadie pudiese creer que era ella la culpable de la separación.
Palabra del Dia
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