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Beracochea era hombre con tipo de mosquetero: nariz aguileña, barba negra en punta, sombrero de ala ancha y melenas. Llevaba un bastón grueso, cuyo mango era un martillo, y volvía de sus paseos con los bolsillos llenos de piedras. Beracochea tenía fama de hereje; él decía con orgullo que su padre había sido uno de los primeros suscriptores a la célebre Enciclopedia metódica de Diderot.

En mis tiempos de chico, hablaba mucho de minerales y de filones de hierro un señor que se llamaba don Juan Beracochea, de quien la gente solía burlarse porque andaba con un criado suyo haciendo excursiones por los montes próximos, y decía que los alrededores de Izarte valían una millonada.

En esto apareció Juan Machín, en compañía de unos ingleses; se entendió con la sobrina de Beracochea, formaron una sociedad y comenzaron a ganar dinero. De un vagabundo de mala fama, Machín se convirtió en hombre todopoderoso: daba trabajo, favorecía a los pescadores, era un personaje.

Juan Machín se fué a Bilbao y se confundió con los holgazanes y perdidos de baja estofa que pueblan de noche el barrio de Miravilla; pero, de pronto, el granuja inútil apareció como un hombre emprendedor; vino a Lúzaro, tomó las minas de Beracochea, y comenzó a explotarlas. A los cuatro o cinco años ganaba el dinero de una manera fabulosa.

Cuando se murió se encontraron en su casa muchos libros. La sobrina de Beracochea, que era la heredera, llamó a don Benigno, el vicario, para que los examinara, y éste afirmó que aquellos libros eran tan malos, que era mejor quemarlos.

Algunos preguntaron cómo había averiguado la maldad de estos libros el buen cura, no sabiendo francés e inglés, idiomas en que la mayoría estaban escritos; pero un vicario no necesita de eso para comprender la ponzoña que hay encerrada en el papel impreso. Beracochea tenía una porción de minas denunciadas; pero, a pesar de la decantada bondad del mineral, no pudo explotarlas ni venderlas.