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Pero el forajido, sin duda como recurso supremo, y para evitar que algún sereno le detuviese, comenzó a gritar también: ¡Ladrones, ladrones! Se oyó el silbido agudo y prolongado del pito de un sereno, después, otro, después otro... La calle de San Florencio estaba bien iluminada, y pudo verse claramente al criminal deslizarse con rapidez asombrosa buscando en vano la sombra de las casas.

Puede venir el águila altanera y hundir el corvo pico en la bandera de gualda y oro, que nos da alegría; podrán poner a mi garganta un nudo, que cuando ¡el labio se retuerza mudo, irá a gritar el alma: ¡Madre mía! ¡Dichoso instante aquel que vió a las olas dialogar con las naves españolas, llevando a Limasawa a Magallanes!

Pasaría por esta tierra semejante a una pobre criminal a quien se lleva a la muerte, eternamente torturada por el temor de descubrirme a sus ojos y, a pesar de eso, llena del deseo de gritar mi falta al mundo entero. ¡Cómo podría dormir en ese lecho que he deseado ver que mi hermana abandonara para bajar a la tumba! ¡Cómo vivir entre esas paredes en que todavía están inscritas en letras de fuego esas palabras: «Oh, si ella muere

Se alejaron, caminando lentamente sin saber dónde iban, errando a la ventura, doblando esquinas, pasando varias veces por la misma calle, con el pensamiento concentrado, los nervios estremecidos, prontos a gritar y haciendo esfuerzos por que su voz fuese débil, apagada, y no llamase la atención de los transeúntes que pasaban rozándoles por las estrechas aceras.

Ya adivinará usted á lo que vengo... Felicia la miró con intensa atención sin despegar los labios. Vengo por Demetria... ¿Dónde está? Felicia se puso todavía más pálida. Arriba está dijo con voz apenas perceptible. Repentinamente se había quedado ronca. Llámela usted. Demetria, baja quiso gritar la pobre mujer. Pero su voz salió tan débil que apenas pudo llegar arriba.

¡Cómo te acuerdas!... ¿ eh? pero puedes tocar no más, sin temor de que llore; ¡yo creo que a cada hora que paso aquí me renuevo de pies a cabeza! A me pasa lo mismo; tengo ganas de gritar a veces: ¡estoy contento!... ¡Viva Melchor!... así... ché, como un chico dijo Ricardo abrazando efusivamente a su noble amigo.

Rióse mucho al otro día la condesa de Albornoz al oír contar a su hijo Paquito sus extrañas aventuras de la noche precedente: al verse solo, a oscuras, vestido y acostado en una cama que no era la suya del colegio, comenzó el niño a gritar lleno de angustia, sin que nadie contestase a sus lamentos.

Me dijo que sólo había ideado aquel viaje con el objeto de marcharse conmigo, que podríamos ir al extranjero y vivir como marido y mujer... una serie de cosas escandalosas que me dejaron yerta. Tuve fuerzas, sin embargo, para responderle. Lo hice con tal energía, porque estaba como loca, que le asusté. Le amenacé con gritar si no se marchaba inmediatamente... Obedeció.

Santiago se desprendió bruscamente de los brazos de su hermano y comenzó a gritar salpicando sus palabras con fuertes interjecciones: ¡Un coche, un coche! ¿no hay un coche por ahí?... ¡maldita sea mi suerte!

Hacía ya tiempo que nadie le hablaba de caza y sintió renacer dentro de aquella antigua afición que la dominaba. Pero cuando el criado cerró la puerta, cuando oyó al marquesito gritar aún desde la escalera: «Muchos recuerdos a Tristán: dígale usted que ya le veré uno de estos días», entonces nació repentinamente en su alma una inquietud. ¿Cómo tomaría su marido aquella visita?