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Actualizado: 7 de julio de 2025
Las chicas comenzaron a gritar: "¡queremos verlo! ¡queremos verlo!" ¿Sabes lo que hizo entonces? Pues lo fué enseñando con la mano puesta encima, dejando sólo ver el pecho y la cabeza. ¡Chica, qué gracia tiene eso! exclamó Pacita soltando la carcajada.
Se las oía gritar, desde la galería de cristales. Obdulia, Visita y Edelmira llamaban con aquellas carcajadas y chillidos a los hombres. Así lo comprendió Joaquín que propuso a Paco dejar el concierto de Quintanar y don Cayetano y correr detrás de aquellas. Deja, luego decía Paco, que gozaba mucho con las canciones antiquísimas de Ripamilán y ya se iba cansando a ratos de su prima.
Enternecíase el viejo viendo a aquella mujer seria y de pocas palabras indignarse por el más leve despilfarro de las criadas, gritar a los colonos cuando notaba el menor descuido en los huertos y discutir y pelearse con los compradores de naranja por un céntimo de más o menos en la arroba. Aquella nueva hija era el consuelo de su vejez.
En el alma de don Quintín sonó una voz que pareció gritar ¡venganza! con aquella terrible entonación que en los dramas históricos emplean los racionistas para gritar: «¡Arma, arma, guerra, guerra!» Después se quedó abismado en un mar de dudas. ¿Se daría por enterado del secreto que acababa de descubrir, confesando a Cristeta la violación de la carta? No, porque se enfurecería.
Doce campanadas saludaron la entrada del Año Nuevo. Todo desapareció de súbito á los ojos de Pacorrito: Princesa, palacio, muñecos, emperadores, y se quedó solo. Se quedó solo y en obscuridad profunda. Quiso gritar y no tenía voz. Quiso moverse y carecía de movimiento. Era piedra. Lleno de congoja esperó.
Su cuerpo, como sostenido por alguna presencia sobrenatural, se fue arrodillando, muy lentamente, y sus ropas blancas se arrollaban en el suelo. La cara, tan blanca como la ropa, se puso en éxtasis. Adriana retrocedió, no pudo gritar.
Tuvo que contenerse para no gritar, y salió del templo. Su cuñada no tenía derecho á arrodillarse entre aquellas gentes. Debían expulsarla murmuró indignado . Coloca á Dios en un compromiso con sus oraciones absurdas.
De pronto, la puerta se sacudió con estrépito, y oyose en el corredor una voz desesperada que comenzó a gritar: ¡A mí! ¡A mí! ¡Socorro! ¡Soy muerto! El canónigo saltó del asiento, descorrió el cerrojo y abrió. Era un lacayo. El infeliz, con el semblante blanco como el yeso, sin soltar de sus manos una silla de montar, cubierta de terciopelo azul, fue a arrojarse a los pies de su señor.
¿Quién vive? volvió a gritar el centinela. Martín se aplastó en el suelo todo lo que pudo; sonó un disparo y una bala pasó por encima de su cabeza. Afortunadamente, el centinela estaba lejos. Cuando Bautista descendió, Martín comenzó a bajar. Tuvo la suerte de que la cuerda no se deslizase. Bautista le esperaba con el alma en un hilo.
Don Víctor rugió al gritar: ¡Dios mío! ¿qué es esto? ¿esto más? ¿El mundo dice?... ¿Vetusta entera habla?... Y se clavaba las uñas en la cabeza, mesándose las canas.
Palabra del Dia
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