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Actualizado: 26 de junio de 2025


Entró el señor de Luzmela en el cuarto de Julio, con el alma abierta, un alma que rondaba en infatigable guardia de honor en torno a la niña triste de los ojos garzos. Ella estaba allí, tímida y culpada, ante la mirada elocuente de su amigo.

Artegui, de pie, se veía claramente en los garzos ojos que hacia él alzaba Lucía, ojos que, a pesar de la obscuridad del cielo, parecían salpicados de pajuelas luminosas. ¡Muriendo! repitió ella, como el árbol repercute el sonido del golpe que le hiere. Muriendo.

Estaba llena de sonrisas Carmen aquella mañana.... Una sonrisa para el espejo donde, inclinándose, vió su cara preciosa un poco descolorida; otra sonrisa para la ventana, ya acariciada por el sol pálido de noviembre...; otra, para el cielo; los ojos garzos y acariciadores de la niña subieron hasta él dulcemente al través de los vidrios empañecidos por la helada.... Estaba todo azul; ¿no había de estarlo?... Azul tenue el cielo, dorado desvaído el sol, verde apagado la campiña...; ¡qué bonitos colores tenía la vida aquella mañana!

En algunas de estas extrañas crisis don Manuel tomaba entre sus manos ardientes la cabeza gentil de la niña y, mirando en éxtasis sus ojos garzos y profundos, le había dicho con fervor: Llámame padre..., ¿oyes?... llámame padre. La niña, trémula, decía que .

Luego, el empleado fue presentándole a otros: el Golfín, un angelito de pelo rizado y ojos garzos, con el que había que tener gran vigilancia por la intensa simpatía que inspiraba a sus compañeros; el Boto, el Feo y el Paniego, que llevaban varias temporadas en el establecimiento, y siempre «trabajaban» juntos; el Morritos, el Lentejas y el Lagarto, que aún no contaban trece años, pero tenían sus novias fuera de la cárcel, lo que les daba gran prestigio entre los compañeros.

Tenía un nombre poemático, célebre en los anales del amor. Elena era su bello nombre. Era alta, rítmica, flexible... En sus ojos garzos, hondos, de un hechizo inquietante, dormían las visiones de su vida encanallada, siempre unánimes y vergonzosas.

Su elocuencia y su fervor religioso le habían hecho eminente en su profesión. Era persona de aspecto notable, de blanca y elevada frente, ojos garzos, grandes y melancólicos, boca cuyos labios, á menos de mantenerlos cerrados casi por la fuerza, tenían cierta tendencia á la movilidad, expresando al mismo tiempo que una sensibilidad nerviosa, un gran dominio de mismo.

¿Dónde estaba aquella tarde de infames maquinaciones la niña dulce y buena de los ojos garzos?... No había encontrado ningún regazo suave donde llorar, ningún amable retiro donde consolarse. Estaba escondida como un delito, oculta como una pena, en el cuartito del sobrado, recostada con fatiga y desaliento en el quicio de la ventanuca.

Una lágrima asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana. Se acordó de que no había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados. «Ni madre ni hijos». Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño.

Como Baltasar se había aproximado, sus pupilas se encontraron con las de Amparo, y esta vio una fisonomía delicada, casi femenil, de efebo; un bigotillo blondo incipiente, unos ojos entre verdosos y garzos que la registraban con indiferencia. Acordose, y sintió que se le arrebataba la sangre a las mejillas. El señorito del paseo balbució . También me acuerdo de usted.

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