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Actualizado: 8 de junio de 2025
Oiga yo antes, Gabriela, esas noticias alegres que tienen a usted tan contenta. ¡Ah! prorrumpió la hermosa señorita, iluminada por los reflejos multicolores de las luces de Bengala. ¡Tan contenta!.... ¡Quiero que usted participe de mi dicha! Presentí lo que Gabriela iba a decir. Un ser invisible lo murmuró a mis oídos.
Una tarde, después de una escena de éstas, fuimos al jardín; Fernández y la señorita se quedaron con el niño en un merendero; Gabriela y yo nos perdimos, a lo largo de una calle de fresnos, en busca de violetas. La niña lloraba y no levantaba los ojos. No llore usted, Gabriela.... ¿Que no llore? murmuró enjugándose los ojos. ¡Cómo no he de llorar! Quiero a Pepillo con toda mi alma.
Por eso Gabriela me gusta para tí. ¿Te ríes? Ya lo veo; te ríes tristemente. Ya te entiendo; piensas que eres pobre, y que por eso no puedes aspirar a ser amado de esa niña. Pues bien, si hoy eres pobre, acaso mañana serás rico. ¡Y aunque no lo seas! Pobre, muy pobre, más pobre de lo que eres, por tu familia, por tu educación, por todo, eres muy digno de ser esposo de Gabriela.
Pero ya vamos bien; ¿no es eso? Y pronto estará muy guapo y muy alegre.... El niño contestó con una sonrisa, dejándome admirar la hermosura de sus ojos negros, muy brillantes y expresivos. Mientras Gabriela me servía, observé al chico. Era corcovado y tenía color de cadáver. Causóme dolorosa impresión la figura de aquel pobre niño enfermizo y lisiado.
No quise enseñar esta carta al señor Fernández, ni hablé de ella; pero Gabriela que me vió pensativo y triste inquirió la causa de mi abatimiento, y yo le conté todo. ¡Pues dígaselo usted a papá! Me negué a ello. No era necesario. Más tarde sería preciso ir, cuando la situación fuese verdaderamente grave. Así las cosas llegó el Miércoles Santo.
Y entonces ¡oh miseria del corazón humano! la pobre niña ocupó mi pensamiento, y cuando me encontré con Gabriela a la entrada del comedor me pareció que era otra mujer, otra joven cualquiera que ni me causaba interés ni era simpática para mí.
Allí se recibían casi todos, además de alguna publicación exclusivamente literaria que Gabriela coleccionaba con el mayor cuidado.
Ahí se están en la sala, acurrucadas en el sofá, columpiándose en las mecedoras, soñolientas y aburridas, en espera del novio, atisbando el momento oportuno para pelar la pava. Me lancé a la calle. Iba yo perdido en las tinieblas, tropezando a cada paso. Camino de la casa de mi maestro, pasé por la plaza, delante de la morada de Gabriela. La hermosa señorita estaba en el piano.
Al acabar la pieza llegó don Carlos: Vamos, amiguito: un partido de ajedrez.... Desde ese día me persiguió a todas horas el recuerdo de Gabriela; me pasaba yo el día pensando en ella, y las horas eran instantes cuando estaba yo a su lado. Entonces sí que solía yo olvidarme de Angelina. ¿Amor? ¿Amistad? ¿Amor, si, amor?... ¿No ha dicho Byron que la amistad es el amor sin alas?»
¡Cosas tuyas, Gabriela! exclamaba la señora. ¡Nada le toleras a Pepillo! Niña: piensa que el pobrecillo está enfermo.... Recuerda que es muy desgraciado.... El jorobadito y yo hicimos buenas migas; yo compadecía su miseria, y él me respetaba y me quería.
Palabra del Dia
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