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Actualizado: 26 de junio de 2025
¿No te importa que tu primo Miguel?... ¿Mi primo Miguel? Yo le llamo siempre el duque de Estrelsau. Y Miguel cuando le hablas. Sí, por orden del Rey tu padre. Eso es. ¿Y ahora por orden mía? Si así me lo mandas. Desde luego. Conviene que todos nos mostremos muy amables con nuestro querido Miguel. ¿Y supongo que también me ordenas recibir a sus amigos? ¿Los seis? ¿Tú también los llamas así?
En todo el país se hablaba de la solemne ceremonia y era evidente que Estrelsau, la capital, estaba atestada de forasteros. Las habitaciones disponibles alquiladas todas, los hoteles llenos, iba a serme muy difícil obtener hospedaje, y dado que lo consiguiera tendría que pagarlo a precio exorbitante.
No importa, chico; quizás haya un descarrilamiento o un choque durante el viaje y tengas oportunidad de dejar plantado al duque de Estrelsau. Pero ni la señora de Maubán ni yo tuvimos el menor desastre, y bien puedo afirmarlo de ella con tanta seguridad como de mí, porque tras una noche de descanso en Dresde, al continuar mi jornada, la vi subir a un coche del mismo tren que yo había tomado.
Aquellas divisiones sociales y locales correspondían, según los informes suministrados por Sarto, a otra distinción mucho más importante para mí. La Ciudad Nueva estaba toda por el Rey; para la Ciudad Vieja, Miguel de Estrelsau era una esperanza, un héroe y un ídolo.
El Rey estará esperándonos, informado de todo por José, e inmediatamente se pondrá conmigo camino de Estrelsau, mientras que usted saldrá disparado para la frontera, como si lo persiguiera una legión de demonios. Comprendí el plan en un instante e hice un ademán de aprobación. Siempre es una probabilidad dijo Tarlein, que por primera vez mostraba alguna confianza en el proyecto.
¿Narcótico?... ¿la última botella? pregunté con voz apenas perceptible. Vaya usted a saber dijo Sarto. Hay que llamar a un médico. No encontraríamos uno en tres leguas a la redonda; y además ni cien médicos son capaces de hacerlo ir a Estrelsau. Sé muy bien en qué estado se halla. Todavía seguirá seis o siete horas por lo menos sin mover pie ni mano. ¿Y la coronación? exclamé horrorizado.
Tal era mi ocupación cuando el más joven de los Seis, Ruperto Henzar, que no temía a Dios ni al diablo, se adelantó de repente a caballo, con tanta calma como si detrás de cada árbol no pudiese tener yo apostado un buen, tirador, y ni más ni menos que si cabalgase en el parque de Estrelsau.
Habiendo sabido que me dirigía a la capital, se presentó cuando estaba yo almorzando para decirme que una hermana suya, casada con un acomodado mercader de Estrelsau, lo había invitado a ocupar un cuarto en su casa durante las fiestas de la coronación. Que había aceptado de mil amores, pero ahora se hallaba con que sus deberes no le permitían ausentarse.
Lo único que espero es que esa misión no cueste otras vidas más valiosas que la mía dije levantándome y ofreciéndole mi mano. General continué, quizás llegue un día en que oiga usted revelaciones inesperadas concernientes al hombre que en este momento le dirige la palabra. Cualesquiera que sean ¿qué opina usted de la conducta de ese hombre desde el día en que fue proclamado Rey en Estrelsau?
Tras ella, Su Eminencia el cardenal llevó también mi mano a sus labios y me presentó una carta autógrafa de Su Santidad, ¡la primera y la última que he recibido de tan elevado personaje! Vino después el duque de Estrelsau.
Palabra del Dia
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