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Vamos, yo veo la cosa turbia. La impresión que recibió don Juan fue horrible. Fingió escucharlo todo sin darle importancia, haciendo como que jugaba distraídamente con el regojuelo que había quedado sobre la mesa, pero en realidad estaba profundamente pensativo.

Kassim se levantaba al oir sus sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo. Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti, decía él al fin, tristemente. Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco. Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿de qué?

Pedro insistió: se pondría a la niña una doncella, con el exclusivo objeto de que la cuidase; el médico iría a verla diariamente... En fin, el artista, pareciendo tomar con esfuerzo una resolución ingrata, preguntó a Pedro si podía concederle media hora de atención para escucharlo. ¡Media hora!... y una... cuantas quieras.

Pueden ustedes hacerlo ahora mismo, porque yo me voy dijo el presbítero levantándose. Pero Godofredo le tiró de la sotana y le obligó a sentarse de nuevo. De ninguna manera, padre. ¡No faltaba más! Todo lo que Mario ha de decirme puede usted escucharlo muy bien. ¿Verdad, querido? añadió dirigiéndose a su amigo con amable sonrisa. Mario quedó confuso.

Era el alma heroica y maldita de la familia. Las antiguas damas de la casa no mencionaban jamás su nombre, y al escucharlo bajaban los ojos y enrojecían. Guerrero de la Iglesia, santo caballero que había pronunciado voto de castidad al entrar en la Orden, llevaba siempre mujeres en su galera.

Se resigna e inclina la cabeza bajo el peso de las indiscretas razones que le asesta la inagotable elocuencia de la dueña de la casa, a no ser que el Marqués, molestado por el ruido, no la detenga con un ademán de su larga mano incolora: Querida amiga, nos gusta oír hablar a Lacante; permítenos escucharlo. La primera parte de la comida se consagró a la literatura.

Lanzó una ligera exclamación, le miró un instante y volvió la cara, como si huyese de la interrogación de sus ojos. Había presentido la llegada de esto de un momento á otro, ¡pero la sorpresa de escucharlo en la realidad!... Hubo un largo silencio. ¿Qué contestas? preguntó al fin con timidez el famoso príncipe Lubimoff, adorado por tantas mujeres. Alicia volvió á mirarle.

Se dirá que en escucharlo probaba su mujer paciencia de santa, pero hay de entre aquéllas algunas que merecen ser canonizadas. La señora de Aymaret tenía dos hijos de este indigno marido, dos hijos que fueron su consuelo y en los cuales cifraba todas sus afecciones.

Estribó esa fama principalmente en que dió en la manía de pronunciar sermones, los cuales eran de lo más chistoso y disparatado que pueda imaginarse; y como el tema naturalmente de la mayoría de ellos eran los asuntos religiosos, tratábalos de tal manera el loco, que no había persona que no se parase á escucharlo.

No había manera de arreglarse con aquel diablo de hombre, que así cortaba y segaba en el granado campo de los adictos colmenaristas. El destino de Miranda, a la sazón, estaba comprometidísimo. Pegó Miranda al escucharlo un brinco en el muelle diván. Nada, hombre prosiguió Colmenar : así como te lo digo. Basta que yo tenga interés en conservar a uno, para que lo barra él.... Es cosa fija.