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Actualizado: 2 de julio de 2025
Al llegar a la calle anduvo muy callada, con los ojos bajos, echando de menos la protectora sombra del negro velo de su manto de encaje, que le cubría las mejillas, dándole tan modesto porte, cuando en León cruzaba bajo las bóvedas medio derruidas y llenas de andamiaje de la catedral.
Una pálida doncella que, según algunos, era la monja renegada de que se hablaba en Toledo, escuchaba los insultos de la muchedumbre con infantil expresión de curiosidad y de ternura. A veces, apoyándose en el hombro del religioso y echando la cabeza hacia atrás, reía gozosamente, como una ebria.
Y un inglés, Logan, dice que no son cincuenta mil, sino que esas capas de hielo se fueron echando sobre la tierra como un millón de años hace, y que desde entonces, desde hace un millón de años, están enterrados en la nieve dura los elefantes peludos.
¡Eh! ¡atrás! ¡no se pasa! dijo nuestro forastero, echando al aire la daga y la espada. El que venía hizo un movimiento igual, y sin decir una palabra, embistió al joven.
Váyase usted al rábano con sus Conjuntos y sus papás, le dijo Torquemada echando lumbre por los ojos.» Bailón no insistió; y juzgando que lo mejor era distraerle, apartando su pensamiento de aquellas sombrías tristezas, pasado un ratito le habló de cierto negocio que traía en la mollera.
¡Aprieta!... ¡Viva Cafetera! exclamó el jefe, echando á correr hacia San Felipe. ¡Viva! contestaron los demás, siguiéndole y llevándose en medio al protegido.
Y en voz alta: Y alguna garantía me han de dar ustedes también... digo, me parece que.... ¡Toma! los estudios. Escoja los que quiera.» Echando en redondo una mirada pericial, Torquemada explanó su pensamiento en esta forma: «Bueno, amigos míos: voy á decirles una cosa que les va á dejar turulatos.
Quiero decir, que vos tenéis la culpa de haber sido preso. También decís verdad, que por dejar yo la espada presa, he dado en prisiones. No es eso, don Francisco; habéis cometido un delito. Estáis echando un río de verdades. Gran delito es, en efecto, el venir en estos tiempos á la corte. Habéis malherido á don Rodrigo Calderón.
Al fin la tuvo; un machetazo puso al vivo la veta sanguínea del palo rosa, y recostándose a la viga pudo derivar con ella oblicuamente algún trecho. Pero las ramas, los árboles, pasaban sin cesar arrastrándolo. Cambió de táctica; enlazó su presa, y comenzó entonces la lucha muda y sin tregua, echando silenciosamente el alma a cada palada.
Y no pudiendo decir más palabras sin intercalar juramentos, el ogro volvió la espalda y fue corriendo en busca de su carro, otra vez cuesta abajo, echando demonios contra aquel sol enemigo de los pobres. Pero aunque el calor aumentaba, parecíale al pobre ogro que algo le había refrescado interiormente. La barca abandonada
Palabra del Dia
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