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Actualizado: 4 de junio de 2025


Su mirada era como la mirada de los pájaros nocturnos, intensa, luminosa y más siniestra por el contraste obscuro de sus grandes cejas, por la elasticidad y sutileza de sus párpados sombríos, que en la obscuridad se dilataban mostrando dos pupilas muy claras. Estas, además de ver mucho, parecía que iluminaban lo que veían.

No se sabe cuántos años habían firmado sobre aquel rostro. Las cejas arqueadas y grandes eran delicadísimas: en otro tiempo tuvieron suave ondulación; pero ya se recogían, se dilataban y contraían como dos culebras.

La muchedumbre discurría por las aceras. Ya no se veían aquellos rostros rojos y fruncidos que pasan rápidos en el centro del día buscando sombra. Ahora se dilataban gozosos, sonrientes, contemplando los escaparates bajo la luz blanca y fantástica de los arcos voltaicos. El coche de los novios hacía volverse a todos y le seguían con la vista curiosos y admirados hasta que se perdía a lo lejos.

Este permanecía impasible, como si no la hubiese entendido, y el profesor juzgó oportuno no insistir. Por el momento bastaba esta insinuación; más adelante se expresaría con mayor claridad. Y pasó á hablar de aquellas noticias que dilataban de gozo su cara bonachona cuando entró en la antigua Galería de la Industria. Usted no puede estar metido aquí siempre, pues eso acabaría con su salud.

Y al oir el grito de ¡vivan los novios! que repetía sin cesar el cortejo nupcial, sus cándidas mejillas se coloreaban, sus labios de coral se dilataban con sonrisa dulce murmurando: «¡Una boda!» y tornaba al lecho y se dormía soñando escenas de felicidad que el cielo bendice.

Rompía la marcha el bedel, oficialmente grave, vestido de negro, al cuello una cadena de plata; seguían cuatro niñas, con trajes blancos, tiritando de frío, morados los pómulos, pero muy huecas del importante papel de llevar las cintas. Luego los curas, graves y compuestos en su ademán, alzando de tiempo en tiempo sus voces anchas, que se dilataban en la clara atmósfera.

Cuidado con el reloj, palpa si lo tienes». Y la voz del lector del Contrato volaba por cima del mar de cabezas, y las palabras «garantías sacrosantas... dogmas de libertad... derechos invulnerables... ideales benditos... pueblo honrado y libre...» se dilataban en el cálido y sereno ambiente.

Al hacer la oferta de su blanca mano, acompañándola de un suspirar tierno y de remilgos de vergüenza, con sus enormes labios que se dilataban hasta las orejas o se contraían formando un hocico monstruoso, Benina no pudo evitar una risilla de burla.

Por supuesto, después de cada discurso se inclinaba reverentemente y besaba la mano de la soberana, volviendo a ponerse el tricornio de papel que se había hecho para el caso. Estas niñerías alegraban a la dama, dilataban su corazón, casi siempre encogido por la soberbia o el hastío.

Palabra del Dia

rigoleto

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