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Actualizado: 14 de mayo de 2025
Don Ramón, usted enamorando a Blanca Montifiori, ¿tiene valor? ¿Y por qué no?... si les dijera a ustedes que soy aceptado... Pero, tío le dije, esa es una unión imposible, absurda. Blanca es una mujer joven, usted casi le triplica la edad. Julio me dijo, toda reflexión es inútil: Blanca me ama. Ama a su dinero, amigo dijo don Benito dando un golpe sobre la mesa.
Además, Frígilis tenía la convicción de que don Álvaro escaparía de Vetusta en cuanto él le dijera que Quintanar iba a desafiarle. No le faltaban motivos para creer muy cobarde al don Juan Tenorio. «¡Pero aquel Víctor no le dejaba marchar!».
Después de las infinitas sandeces y extravagancias con que los del vecino imperio acostumbran á pasar ratos tan frecuentes de buen humor á costa de nuestro país, apenas se concibe que no haya habido algun escritor español que dijera de ellos tantas verdades, cuantas son las mentiras que ellos han dicho de nosotros.
AZUCENA. Se ha ido sin decirme nada, sin mirarme siquiera. ¡Ingrato! No parece sino que conoce mi secreta... ¡Ah! Que no sepa nunca ... Si yo le dijera: «Tú no eres mi hijo, tu familia lleva un nombre esclarecido, no me perteneces...» me despreciaría y me dejaría abandonada en la vejez. Estuvo en poco que no se lo descubriera ... ¡Ah!
Halló cinco barriles; caminando adelante por ver si toparía con los otros, halló dos medias botas. Volvióse á decirlo á D. Alvaro, y invióle á que lo dijera á Quirós, Capitán de caballos. Aquella noche estaba la gente y caballos á punto para salir fuera. Debía de haber concierto con algún renegado, y faltó el designio, pues se dejó de ir.
Si te dijera que le queria, te diria un embuste; no le quiero, la verdad ante todo; tengo muchísimas razones para no quererle; pero desde que supe que vino de San Cloud para recoger el último suspiro de un viejo ilustre, de un hombre verdadero y honrado, no le quiero tampoco, no le puedo querer; pero no le odio.
Principiada la misa, Beatriz advirtió que Gonzalo de San Vicente, vestido como dijera la dueña, se arrodillaba sobre el guante, hacia la nave opuesta, observándola de hito en hito al santiguarse. Ella correspondió con tierna mirada, y, bajando luego la cabeza, suspiró profundamente volviendo los ojos al libro.
La desventurada no sabía ya qué partido tomar; se horrorizaba al pensar que entre los miles de habitantes de este enjambre no había uno que le dijera el nombre de la calle donde estaba el único asilo que podía acojer á la huérfana abandonada, sola, injuriada, medio muerta de miedo y dolor.
No, Fermín, mil veces no. Yo le convenceré cuando vuelva. »¿Que rezo poco? Es verdad. Pero tal vez es demasiado para mi salud. ¡Si yo dijera a Quintanar o a Benítez el daño que me hace, sana y todo, repetir oraciones!... Que en mis cartas no hablo más que de don Víctor y del médico. ¿Pero de qué quiere que le hable? »¿Que se acabó esto y se acabó lo otro...? No y no. No se acabó nada.
El amor era como la primavera que vivifica los troncos aletargados por el invierno, cubriéndolos de flores. ¡Que ella dijera sí, y vería al instante el milagro, la resurrección de su vida entumecida; el despertar de su alma a la vida del amor! ¿Y la mujer? ¿y los hijos? preguntó Leonora brutalmente, como si le quisiera despertar con este recuerdo, cruel como un latigazo.
Palabra del Dia
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