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Ya telegrafié a Miranda de Ebro para que, en el caso de hallarse allí su esposo, le digan que está usted aquí en Bayona esperándole. Pero de fijo estará en camino. Márchese usted, pues. Y Lucía volvió a Artegui la espalda, reclinándose en la ventana de codos.

Digan vuestras mercedes, señores pastores: ¿hay cura de aldea, por discreto y por estudiante que sea, que pueda decir lo que mi amo ha dicho, ni hay caballero andante, por más fama que tenga de valiente, que pueda ofrecer lo que mi amo aquí ha ofrecido?

Pero, en fin, con algunos pecadillos pudo irse al otro mundo cuando murió dos años ha. Tal vez aún esté por ellos en el Purgatorio. No sobran, pues, las misas que se digan por su alma. Pensando de este modo, hace ocho días justos entré en la sacristía a encomendar al Padre González veinte misas, pagándolas yo de mis ahorrillos. ¿Y a quién pensarán ustedes que me encontré allí?

Ballester se había sentado en una silla junto al lecho, y no quitaba los ojos de aquella mujer, que le parecía entonces más hermosa que nunca. «Le daría cuatro besos pensaba ; pero de amistad, de pura amistad, porque me interesa esta infeliz... y digan lo que quieran, no es tan mala como se cree por ahí». Después empezó a dar noticias de la familia y amigos, las cuales oía Fortunata con gran curiosidad. «Doña Lupe, con toda su fiereza, no la olvida a usted.

Y pagar yo porque me digan lo que , sería una gran necedad; pero, pues sabe las cosas presentes, he aquí mis dos reales, y dígame el señor monísimo qué hace ahora mi mujer Teresa Panza, y en qué se entretiene. No quiso tomar maese Pedro el dinero, diciendo: -No quiero recebir adelantados los premios, sin que hayan precedido los servicios.

Decía Cabra a cada sorbo: -Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula. Y, sacando la lengua, la paseaba por los bigotes, lamiéndoselos, con que dejaba la barba pavonada de caldo. Acabando de decirlo, echóse su escudilla a pechos, diciendo: -Todo esto es salud, y otro tanto ingenio.

Despertó al fin de aquello que parecía letargo, y volviendo a mirarse, animose con la reflexión de su buen palmito en el espejo. «Digan lo que quieran, lo mejor que tengo es el entrecejo... Hasta cuando me enfado es bonito... ¿A ver cómo me pongo cuando me enfado? Así, así... ¡Ah, llaman!». El campanillazo de la puerta la obligó a dejar el tocador.

Era una música que estaba de moda y que su autor no habría conocido, seguramente: de tal manera se la había asimilado y la había hecho propia el general, por la manera de interpretarla. Y digan ustedes, señoras exclamó después de esta especie de ritornelo, ¿nos vamos, por último, mañana a los Pirineos para pasar un mes en Barèges?

¿Tienes inconveniente en jurar que cumplirás mis encargos? Ninguno. Pues bien. ¿Juras que reconocerás como pariente a mi hija María de Aguirre, siempre, digan lo que digan, y que la favorecerás con todos tus medios? , lo juro. ¿Juras que entregarás esta carta a Juan Machín, el minero, dentro de un año o antes si las circunstancias te obligan a abandonar Lúzaro? Lo juro.

Querría poder amar las flores dice. ¡Hay tantos que las aman... o que dicen que las aman!... Tratándose de amor, una no sabe nunca la verdad. ¿Por qué? le pregunté. ¿No puede suceder que dos seres se quieran bien y se lo digan, sin frases rebuscadas ni segunda intención?