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Vieron con la imaginación los almendros de la Huerta del Obispo, que habían sido testigos de sus primeras entrevistas; las flores que él arrojaba sobre su cama, al despertarla, de vuelta de los banquetes; las que habían presenciado sus vespertinos paseos, cuando salían cogidos del brazo, como burgueses, a cubierto de la miseria y seguros de que nada podría turbar su felicidad.

La sentenciada dormía aún en su celda, ignorando lo que iba á ocurrir. Marcharon en fila por los corredores de la cárcel los encargados de despertarla, sombríos y tímidos, empujándose con su nerviosa precipitación. Se abrió una puerta. Bajo la luz reglamentaria estaba Freya en su lecho con los ojos cerrados. Al abrirlos y verse rodeada de hombres, su cara se dilató con un gesto de espanto.

Sólo entonces, y con mil precauciones para no despertarla, extendí sobre ella mi manta de viaje, pues la noche estaba fresca. Un señor de edad y su mujer, que viajaban con nosotros, se interesaban mucho por la juventud de Elena, por su tristeza y por su luto riguroso. Una vez les murmurar en voz baja: Debe ser la viuda de algún marino. Es demasiado joven.

Allá en la romería, á espaldas de la iglesia, los de Lorío, después de provocar con pesadas palabras y acciones groseras la cólera de los de Entralgo, habían logrado al cabo despertarla. Sin considerar su inferioridad numérica, pues muchos de los combatientes habían bajado ya á la Bolera, se precipitaron á la lucha. La desesperación les prestó una fuerza incontrastable.

Insistió, sobre todo, en que se marchara Muñoz. El señor Molina dispuso que nadie la contrariara. Ahora miraba a su sobrina con otros ojos, intimidado por ella y por el enigma de su actitud. Adriana se echó vestida en la cama y durmió durante varias horas. Cuando quisieron despertarla no se movió. Parecía el suyo un sueño de muerte.

Raquel, que solía tener pesadillas penosas, lloraba ahogada por la angustia; pero cuando Adriana se abrazó a ella y consiguió despertarla, por largo rato no pudo substraerse al terror de su sueño. La agitaban ligeros sollozos, y los hermosos ojos empañados por el llanto, miraban sin comprender. Adriana le acariciaba los cabellos, y murmurando palabras de cariño, procuraba apaciguarla.

«Después me levanté y quise acercarme a Magdalena; pero su padre me salió al paso y me dijo: » Ahora duerme; no vayas a despertarla. »Y llevándome a la antesala, agregó: » Ya ves, Amaury, que es indispensable tu partida. Si eso hubiese sucedido en mi ausencia, si yo no llego a estar aquí para dirigirte, ¡sabe Dios lo que sería de Magdalena a estas horas! Sólo el pensarlo me aterra.

No veo el motivo de tanta... Pues estamos frescos... ¿Soy yo alguna máquina?... ¿no tengo mi libre albedrío?... ¿Qué se ha figurado usted de ?». A ratos se sentía tan fuerte en su derecho, que le daban ganas de levantarse, correr a la alcoba de su tía, tirarle de un pie, despertarla y soltarle este jicarazo: «Sepa usted que al son que me tocan bailo.

Entonces creyó verla dormida, porque las alucinaciones más contradictorias se sucedían en su espíritu. Reflexionó largamente sobre el medio de llegar hasta ella y despertarla sin asustarla. Para alcanzar su objeto se sentía capaz de todo, incluso de demoler un lienzo de pared sin otro auxilio que el de sus diez dedos.

Luego descendió. Cruzó el huerto y el patio. La dueña esperaba dormida junto al postigo. El abrió sin despertarla y salió; pero cuando hubo dado algunos pasos por la callejuela, creyó escuchar, detrás de la puerta, la voz de doña Alvarez. Apresurando entonces el paso dejó caer de intento en las losas la gorra y la capa de San Vicente.