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Actualizado: 6 de noviembre de 2025
En sus lanzas filosas levantaron Los sicarios del déspota cruel, Del inmortal Castelli la cabeza, Del hijo noble de ochocientos diez. De la sangre del mártir de la Patria De cada gota un héroe ha de nacer, Sangre fecunda, como fué fecunda La de los muertos de ochocientos diez.
Tras de ellos los españoles, con bien escasa prudencia, prosiguiendo la victoria van a la espesura negra, y de los contrarios muertos dificultando la cuenta es cruel carnicería la que fué función de guerra, y es angustioso lamento lo que fué rugir de fieras.
Quevedo había operado con su cruel tratamiento una reacción en el ánimo del joven; le había ennegrecido el recuerdo de Dorotea, le había hecho temblar por doña Clara.
Esta consideración me embota los dientes, entorpece las muelas, y entomece las manos, y quita de todo en todo la gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre: muerte la más cruel de las muertes.
Cruel y deshecha tempestad de encontrados sentimientos hubo de agitar aquella noche el alma de doña Mencía. Durmió poco y se levantó del lecho apenas rayaba la aurora.
El Conde no respondía con desvío. Esto hubiera sino menos cruel. El Conde respondía con gratitud, con cortesanía extremada y con tan glacial acatamiento, que ponía fuera de sí a la pobre Marquesa.
Había una mesa en cada esquina, y alrededor de todas curas y legos que hablaban, gesticulaban, iban y venían, insistían en pedir algo con temor de un desaire; los empleados, más tranquilos, fumaban o escribían, contestaban con monosílabos, y a veces no contestaban. Era una oficina como otra cualquiera con algo menos de malos modos y un poco más de hipocresía impasible y cruel.
Y como su memoria no era bastante fuerte, y por otra parte el miedo se la obstruía, aquello era un incesante machaqueo. Aún peor si se las tomaba su madrina. Concha era fríamente cruel; no levantaba la mano sino cuando cometía la falta, como una máquina de castigar.
En aquel momento le tocaba hacer una figura del rigodón y se alejó con Emilita. María Josefa, que bailaba más lejos, se acercó un instante con su pareja, que era un teniente del batallón de Pontevedra. ¡Vamos, D. Santos, no sea usted cruel! ¿Por qué no va usted a hacer compañía a Fernanda, que está allí sola? En efecto, la amiguita de la rica heredera había hallado pareja para el baile.
Nuevo, sí, porque en los recuerdos que yo guardaba y guardo en la memoria del paso de la muerte por mi hogar, nada había que se pareciera en los procedimientos ni en los detalles ni en los accesorios a aquella lenta, cruel e inexorable labor destructora; a aquel acabamiento de un hombre fibra a fibra, en lo recóndito de un caserón destartalado y embutido en una rendija de la cordillera cantábrica, y a la mortecina luz de dos velucas de cera, mientras zumbaba y rugía la nevasca en las tenebrosas soledades del contorno.
Palabra del Dia
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