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Febrer se sintió contagiado por la bárbara alegría del muchacho. ¡Si él probase a bajar por la ventana!... Echó las piernas fuera del alféizar, y lentamente, entorpecido por su madura corpulencia, fue tanteando las desigualdades de la muralla con las puntas de los pies hasta encontrar los agujeros que servían de peldaños. Descendió poco a poco, rodando bajo sus plantas algunas piedras sueltas, hasta que al fin puso los pies en tierra con un suspiro de satisfacción. ¡Muy bien! El descenso era fácil; después de unos cuantos ensayos bajaría con tanta facilidad como el Capellanet.

Colocáronme, por mucha distinción, entre un niño de cinco años encaramado en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento, porque las ladeaba la natural turbulencia de mi joven ad látere, y uno de esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salía de madre de la única silla en que se hallaba sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja.

En realidad, hacía mucho hincapié en este asunto, porque era sabedor de que el periodista moderado pensaba elegir el sable, no porque lo manejase con gran destreza, sino porque, dada su estatura y corpulencia, debía llevar ventaja al adversario. Los padrinos de aquél defendían con igual tesón su derecho, por ser el ofendido. A las diez de la noche aún no habían podido arreglarse.

Y pensándolo mejor, sin duda, recordó al cabo Fernandito que el ministro de la Gobernación, el buey Apis, como por razón de su corpulencia le llamaban, tan sólo le había dicho que el pastel de ratas debía de ser muy indigesto. ¡Vaya usted a ver qué tontería!

Era además Lisarda muy hermosa y muy joven, y a estas prendas de la persona, realzadas por la lozanía de su edad temprana, juntaba una grande honestidad y la buena y cristiana crianza que la habían dado sus padres, humildes, pero honrados; amábala por estas sus buenas prendas mi madre, y por ser ella tan de su gusto, complacíala se le pareciese en la estatura y en la corpulencia, y en aquella su gallarda manera de andar y de accionar; cosas todas estas últimas que mi madre hubiera aborrecido, si hubiera adivinado las cosas que sobrevinieron, y que ya vos, señor Miguel de Cervantes, debéis haber vislumbrado con vuestro claro ingenio.

El «amigo Neptuno» cómo le llamaba Maltrana pareció dudar algunos segundos antes de escoger su acompañante. Quería dedicar este honor a la más alta dama del buque, y sus ojos iban indecisos del collar de perlas de la esposa del millonario gringo a los lentes y la majestuosa corpulencia de la señora del doctor Zurita. Pero el santo respeto a la autoridad y las categorías sociales le sacó de dudas.

Mistress Augusta Haynes era una señora de gran estatura y no menos corpulencia, breve y autoritaria en sus palabras, y que contemplaba el deslizamiento de la vida á través de sus lentes, apreciando las personas y las cosas con la fijeza altiva del miope.

Vestía con pulcritud, sin alardes de elegancia; fumaba sin tasa buenos puros, y comía y bebía todo lo que demandaba el sostenimiento de tan fuerte osamenta y de musculatura tan recia. Enormes pies y manos correspondían a su corpulencia.

No podía comprender que este mozo pequeño, enjuto y enclenque en apariencia inspirase miedo á nadie. Lo contempló con una curiosidad algo irónica desde la altura de su corpulencia; le acarició los brazos con sus manazas, sonriendo al encontrar inmediatamente el hueso bajo los músculos nervudos pero delgados. Un recuerdo surgido repentinamente en su memoria hizo esta sonrisa más insolente aún.

Su corpulencia era pesadez; su gordura hinchazón; su cara sonrosada de otros días, una máscara violácea y amarillenta que parecía llena de contusiones. La nariz colgante casi le tocaba a la boca, y en el pelo negro, como ala de cuervo, aparecían y se propagaban las canas rápidamente. Los negocios de Estado, en aquellos días más graves y espinosos que nunca, le aburrían 13 y le preocupaban.