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Actualizado: 16 de septiembre de 2025
A los disparos acudió gente: el mayordomo, su mujer, sus nueve hijos, el capataz, la cocinera, varios peones... Todos contemplaban consternados los cinco cadáveres inocentes... ¡Pero, don Juan! exclamó el mayordomo sin poderse contener. ¡Ha matado usted todos los cisnes!... Y un ganso viejo apuntó la cocinera.
Consternados los cristianos, ofrecieron á Almanzor que le dejarian el paso franco si se avenia á abandonarles sus tesoros y sus cautivos; proposicion que el africano rechazó indignado.
Todos nos sentíamos consternados, y la Reina más que todos: adoraba a su esposo, de quien veía amenazadas la razón y la vida con aquella negra enfermedad, y no sabía de qué medio valerse para librarle de la muerte, cuando pensó en Farinelli, cuya voz, se decía, obraba milagros. La Reina rogó al cantante que viniese a Madrid, y le colocó en una habitación contigua a la del Rey.
La papeleta vuelve a pasar por las manos de los señores de los extremos; pero esta vez, sin que el sabio adivine la razón, se miran consternados los unos a los otros. Por último uno de ellos le dice en tono humilde: Caballero, el libro que V. pide está en uno de los últimos estantes y es un poco expuesto subir a buscarle... ¡Si a V. le fuese indiferente pedir otro!...
¿Por qué les da a todos en seguida por hablar entre sí, sin cuidarse de él para nada? Su regordeta vecina era víctima del mismo abandono. Ambos parecían consternados. Carlota, inquieta, temblorosa, pidió auxilio a su hermanita llamándole la atención acerca de una manteleta que vestía cierta señora que acababa de entrar.
Enrique y Miguel se miraron consternados; mas sacando fuerzas de flaqueza, se acercaron a Vicente, el primero de los hijos varones del Sr. de Rivera, y se pusieron a examinar atentamente la cadena de reloj que recientemente le había comprado su papá. Tenía Vicente tres años más que Carlos; esto es, trece; pero semejaba tener diez y seis por la estatura, y treinta por su extraordinaria gravedad.
Corria el mes de setiembre, delicioso en la tierra de Córdoba, y en uno de sus mas claros y serenos dias, los consternados cristianos veían clavar en la ribera del Guadalquivir los cuerpos de dos mancebos, nobles por su sangre y afamados por su ciencia, que acababan de ser degollados, durando aun la ceniza de la hoguera encendida para quemar los cadáveres de otros dos mártires.
Mis hijos, ¿dónde están? murmuró Bringas. Junto a la puerta estaban Isabelita y Alfonsín, aterrados, mudos, sin atreverse a dar un paso: el pequeño con el pan de la merienda en la mano, masticándolo lentamente; la niña seria, con las manos a la espalda, mirando el triste grupo de sus padres consternados. Rosalía les mandó acercarse.
Está bueno, y la señora también... ¡Todos fuertes! Corrí a un rincón del claustro a leer los dos plieguecillos. La carta decía así: «Amigo, huésped y estimado Teodoro: A las primeras líneas de su carta quedamos consternados. Mas luego las siguientes nos llenaron de alegría, al saber que estaba con esos santos padres de la misión cristiana.
Las lanchas habían llegado medio anegadas; sus tripulantes, con la palidez de la muerte en el semblante, mudos y consternados, con las ropas ceñidas al cuerpo, empapadas en agua; muchos de ellos, con el hercúleo torso desnudo.
Palabra del Dia
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