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Actualizado: 11 de junio de 2025
Viniendo ya cerca de la plaza, de vuelta para Peleches y muy sediento don Alejandro, recomendole don Claudio las limonadas del Casino; y por eso y porque Nieves conociera el gran salón, de tan buenos recuerdos para él, habían subido.
Juana iba a contestar cuando la puerta de la sala se abrió, y adelantose Catalina Lefèvre, dirigiendo a Hullin una mirada profunda como para adivinar de antemano las noticias que traía. Y bien, Juan Claudio, ¿ya está usted de vuelta? Sí, Catalina. Hay de todo: bueno y malo.
Juan Claudio no entraba nunca en aquella sala sin recordar al abuelo de Catalina, a quien le parecía ver aún con la cabeza blanca, sentado en la sombra, detrás del hogar. ¿Qué hay? preguntó la labradora ofreciendo un asiento al almadreñero, que acababa de dejar el rollo de pieles en la mesa.
¡Qué volver! exclamó Leto con la más candorosa naturalidad . No habría tal vuelta; porque Nieves no habría perecido sin perecer antes yo que la sostenía... Pero ella, ella, don Claudio, ¿por qué había de perecer así?
¡Ni la menor señal de extrañeza en don Claudio Fuertes! ¡Como si le pareciera excusada la noticia! Pues lo siento, respondió algo retrasado, pero maquinal y fríamente. Nieves anda algo malucha hoy... y no saliendo ella... Tampoco le sorprendió esta otra noticia al señor don Claudio Fuertes.
Acercóse con disimulo, y vió que una de ellas era Claudio. Apoyado en su brazo, y andando con lentitud, iba un anciano, que juzgó sería su padre. La otra persona era un militar; los tres hablaban con calor. Lázaro les siguió á alguna distancia, comprendiendo que no era aquélla la mejor ocasión para hablar á Bozmediano; pero se decidió á seguirles hasta ver dónde paraban.
Mi padre no sabe más que lo que yo he querido que sepa, y el público ¿quién podrá adivinar hasta dónde llevará las invenciones? Y le refirió el suceso con los más minuciosos detalles. Don Claudio le escuchó sobrecogido; y no pudo menos de alabar, con su corazón de soldado viejo, el generoso rasgo de Leto.
El corazón de Juan Claudio se estremeció de alegría al oír aquella voz, y el anciano, antes de entrar, no pudo dejar de mirar un momento por la ventana. La cocina era grande, pero baja de techo, y estaba blanqueada. Una viva hoguera de troncos de haya chisporroteaba en el llar, envolviendo con sus doradas espirales la negra superficie de una enorme olla.
Está preparado, maestro Juan Claudio. Después, volviéndose hacia la puerta de la cocina, gritó: ¡Gredel!... ¡Gredel! Trae el paquete de Hullin. Una mujercita apareció y dejó en la mesa un rollo de pieles de carnero. Juan Claudio metió el palo que llevaba en el tubo que aquéllas formaban y se lo puso al hombro. ¿Cómo? ¿Se va usted en seguida?
No sólo la joven aquélla, por sus cualidades y encantos personales, le interesaba mucho, sino que en su vida había encontrado un misterio, para él interesantísimo, por ofrecerle lo que siempre buscaba con más afán: una aventura. La aventura se presentaba singularmente dramática, excitando al mismo tiempo el amor y la curiosidad de Claudio.
Palabra del Dia
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