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Actualizado: 3 de julio de 2025
Allí quedaba, silencioso, tranquilo, el que había sido su paraíso en la tierra. Jamás, jamás volvería a entrar en él. ¡Cuánta felicidad deshecha en un instante! Tomó la maleta que había dejado caer al suelo y emprendió de nuevo la carrera. Los sollozos le rompían el pecho, las lágrimas le cegaban. Así marchaba aquel hombre al través de la noche desierta en busca de Dios.
Si todos los sentimientos que elevan y ennoblecen el alma cegaban al duque, todos los impulsos buenos y puros del corazón cegaban a Stein con respecto a María. ¡Cuál sería, pues, su asombro al verla sin mantilla, sentada a la mesa en un taburete, teniendo a sus pies una silla baja, en que estaba Pepe Vera, que tenía una guitarra en la mano y cantaba: Una mujer andaluza tiene en sus ojos el sol; una aurora en su sonrisa, y el paraíso en su amor.
Los celos le cegaban al pensar que aquella joven, que algunos meses antes se le había aparecido con todo el encanto de la sencillez y de la gracia, de la virtud doliente y de la tranquilidad doméstica, había cedido á las sugestiones de un libertino sin conciencia. Era preciso no dejar sin castigo aquella infamia.
Ningún peligro hubiera detenido en aquel momento al denodado joven, de ordinario tan comedido y pacífico, pero cuyo semblante indicaba que la indignación y la cólera lo cegaban, convirtiéndolo en temible adversario. Llegado frente al negro, le descargó tan furioso garrotazo que soltó el cuchillo y huyó lanzando gritos de dolor.
Vencida por su tono acongojado, pero no del todo exenta de sospecha, dijo: Cava bajo el árbol, cerca de las raíces, y encontrarás muchas; pero cuidado en decirlo. Melisa tenía, como los ratones y las ardillas, sus escondrijos; pero, naturalmente, el maestro fue incapaz de encontrarlas, probablemente porque los efectos del hambre cegaban sus sentidos. Melisa empezaba a inquietarse.
La Iglesia Primada era para él la segunda casa de Dios, después de San Pedro de Roma, y las ciencias eclesiásticas un haz de rayos de la divina sabiduría que le cegaban, adorándolos con el respeto profundo del ignorante. Tenía la santa y firme incultura tan apreciada por la Iglesia en otros siglos.
Y pude dominar mi indignación, por respeto a las intenciones de mi madre, que no eran, que no podían ser las que cualquiera tendría derecho a leer en la letra descarnada de sus precedentes advertencias, encomios y recomendaciones; cualquiera menos yo, que conocía hasta qué punto cegaban a aquella señora las pompas y vanidades del mundo, y con qué facilidad transigía con los riesgos más graves, si la costumbre los autorizaba y si sus planes de bambolla los pedían. «¡Dinero, dinero a todo trance, y mundo esplendoroso en que lucirle! «Este venía a ser, en substancia, el objeto, el fin, la aspiración única, y hasta la religión de mi madre, y por eso, creyendo de buena fe que en ello trabajaba por mi felicidad, al ofrecerme por marido a don Mauricio, intentaba, con tan poca prudencia, desvanecer los escrúpulos que yo tuviera para aceptarle.
En tales momentos, su pasión de los perifollos o el anhelo de cubrir las apariencias y de tapar sus trampas, la cegaban hasta el punto de que no vacilara en comprar el triunfo con la moneda de su honor... Así se explica el enigma de la derrota de Pez. Cuando quiso expugnar la plaza, esta se hallaba bien abastecida. La Bringas tenía dinero en aquellos días.
Los genoveses, triunfadores de los pisanos, cegaban su puerto con las arenas del Arno, y la ciudad de los primeros conquistadores de Mallorca, de los navegantes á Tierra Santa, de los caballeros de San Esteban, guardianes del Mediterráneo, pasaba á ser Pisa la muerta, población que sólo de oídas conoce el mar.
Palabra del Dia
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