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Mac Sangley, que hasta aquel momento había tenido fija la mirada en Melisa, dio un profundo suspiro, echó primero al maestro y después a los niños una mirada de compasión, y luego posó su vista sobre Sofía.

Al retirar el joven sus libros, preparándose para abandonar la escuela, sonó a su lado una infantil voz: ¿Con su permiso? El maestro se volvió y encontrose con Arístides Morfeo. ¿Qué ocurre? dijo el maestro con impaciencia, ¡digan! ¡Pronto! Bueno, señor, yo y Hugo creemos que Melisa se va a escapar nuevamente.

Sin embargo, la popularidad de Melisa se hundió por una circunstancia inesperada.

No las tendrás; vete. ¿Por qué no las pides a Sofía? Y parecía que Melisa se desahogaba al expresar su desprecio por sílabas adicionales al título ya algo dilatado de su tentadora compañera. ¡Eres muy malo! Tengo hambre, Melisita. Desde ayer a la hora de comer no he probado bocado. ¡Estoy muerto de hambre!

Entonces el maestro volviose hacia Melisa con un movimiento instintivo de protección, pero la niña había desaparecido entre las sombras. Impulsado por un extraño terror, corrió rápidamente camino abajo hacia el lecho del río, y saltando de roca en roca, alcanzó la aldea.

Entre la gente más sencilla de aquellos buenos colonos se reunió una pequeña suma, por medio de la cual la haraposa Melisa pudo vestir la ropa de la decencia y de la civilización, y con frecuencia un rudo apretón de manos y palabras de franca aprobación y confortamiento de alguna de esas figuras arrugadas, groseras y vestidas con la encarnada camisa, hacían acudir el rubor a las mejillas del joven maestro y le obligaban a pensar si eran del todo merecidos los plácemes y tributos que se le prodigaban.

El maestro, subiendo al viejo asiento, encontró el nido caliente aún, y mirando a lo alto hacia las enlazadas ramas, se halló con los ojos negros de Melisa. Se miraron en suspenso. Melisa fue la primera en hablar. ¿Qué quieres? preguntó secamente. El maestro se había preparado su plan de batalla. Quiero algunas manzanas silvestres dijo en tono humilde.

Y el joven, en un estado de inanición extraordinario, apoyose contra el primer árbol que encontró delante. El corazón de Melisa se enterneció. En los días amargos de su vida de gitana, había conocido la sensación que él tan mañosamente fingía.

Había provocado una ordinaria reyerta de taberna, con un quídam soez y villano, y arriesgado su vida para probar ¿qué? ¿Qué es lo que había probado? ¡Nada! ¿Qué dirían sus amigos? Y, sobre todo, ¿qué diría el reverendo señor Sangley? La última persona a quien en estas reflexiones hubiera querido encontrar, era Melisa.

El maestro fundó con esto un ligero castillo en el aire, imaginando acaso fundar la casa de Melisa; pues era fácil creer que una mujer cariñosa y simpática podría guiar mejor su caprichosa naturaleza.