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Actualizado: 29 de octubre de 2025
Hija mía añadió, dirigiéndose a Inés , cada vez descubro más eminentes cualidades en el que te destinamos por esposo, y veo justificado el amor que desde hace tiempo en silencio le profesas, y que, en tu delicadeza y castidad, procuras disimular hasta el último instante.
Duerme, mas no por siempre inanimado. El sueño por mis manos derramado, Angel de castidad; Como la flor que en noches del estío Se adormece con gotas de rocío, Y se despierta al ver la claridad. Reclínate en el ala misteriosa Del imantado sueño, niña hermosa, Para soñar de amor; Que la mujer que sueña es como el ave, Que oculta su cabeza en ala suave Blanca como los velos del pudor.
Junto a la chimenea se veía uno de esos asientos llamados confidentes, dispuestos en forma de ese, donde una pareja puede mirarse rostro a rostro, llegando tibio el aliento del que habla a la oreja del que escucha: para diálogo amoroso, imposible hallarlo mejor; pero no era mueble incitante y traidor de aquellos en que la castidad suele reclinarse sana y levantarse herida.
Y esperárase a lo menos doña Guiomar a que, por ser mujer de Cervantes, este dudar no pudiera de la hasta entonces entera castidad suya, y mejor hiciera, y sobre seguro y sin peligro pudiera contarle lo qué, no habiendo llegado a aquellos términos, era ocasionado a los recelos, que como no podía menos de ser, a nuestro Miguel, que era hombre de una grande experiencia, acometieron.
Mi propósito de educar altamente a mi hija fue corroborándose cada vez más. De él hice el más noble fin de mi vida. Lucía, si mi deseo se realizaba, había de ser limpio dechado de castidad, de pureza y de cuantas excelencias y virtudes pueden sublimar y glorificar a un alma humana en esta baja tierra.
«¡Pero aquella voz! ¡Aquella voz transformada por la emoción religiosa, por el pudor de la castidad que se desnuda sin remordimiento, pero no sin vergüenza ante un confesonario!...». «¿Qué mujer era aquella? ¿Había en Vetusta aquel tesoro de gracias espirituales, aquella conquista reservada para la Iglesia, y él el amo espiritual de la provincia, no lo había sabido antes?».
Aquello era un conjunto de definiciones de pecados horribles, por ella nunca imaginados, descripciones de vicios asquerosos a su castidad desconocidos, alusiones a hechos absurdos, y advertencias estúpidas para precaver los delirios de la más corrompida torpeza.
Allí la castidad de ella, que era viuda, y la de su hijo, que era sacerdote, se tenían por indiscutibles; eran de una evidencia absoluta; ni se podía hablar de tal cosa. «Don Fermín continuaba siendo un niño que jamás crecería para la malicia». Este era un dogma en aquella casa. Doña Paula exigía que se creyera que ella creía en la pureza perfecta de su hijo. Pero todo en silencio.
Manos sutiles como suavidades de lago, de seda que se aleja en rítmico frufú, como el hogar quimérico de un ensueño muy vago sobre las aguas mansas del piélago de azur. Frente color de aurora, donde bellas florecen, con aromas de cielo, flores de castidad; mejillas sonrosadas que en su gracia parecen vírgenes de los lienzos de la pasada edad.
Cuando, a fuerza de reflexionar sobre su situación, se dio cuenta de aquella castidad, experimentó una sensación rarísima, mezcla de terror y vergüenza: lo primero, porque le espeluznaba la perspectiva de que una mujer le absorbiese y tiranizara el pensamiento; lo segundo, porque para un hombre como él era ridícula semejante continencia.
Palabra del Dia
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