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Por primera vez creyó penetrar la significación de ciertos rasgos de su cara: como aquella rigidez de la frente, pequeña, fina, bajo la suavidad del cabello lacio; luego, la sonrisa indecisa, y la sombra que parecía flotar en la mirada de sus ojos dulcemente atónitos: las pupilas anchas, negras, eran insondables, tenían algo de quimérico.

Vacilaba ordinariamente ante la palabra porvenir, que a los dos nos hería con augurios ¡ay! demasiado razonables. ¿Qué perspectiva, qué salida descubría ella más allá del día próximo que limitaba nuestros ensueños? Ninguna sin duda. Las sustituiría por algo vago y quimérico, como esa postrera esperanza que les queda a los que nada esperan ni tienen ya que esperar.

Reformar la Iglesia, reformar la religion y lanzarse en pós de un progreso indefinido y quimérico, repudiando como insuficiente la enseñanza católica y buscando nuevas vias de desahogo á la fermentacion del espíritu de innovacion, eran las aspiraciones de los hombres grandes de la época.

Muy pronto tranquilizada por la reserva llena de dignidad de la empleada de Correos, había prescindido de todo temor quimérico, juzgando que las menores intentonas galantes serían rechazadas con pérdidas. Por lo demás, Neris no manifestaba a la joven más que un interés paternal, justificado por el recuerdo de sus relaciones con el comandante.

Por lo instable, proteica y multiforme, por su eterna inquietud y constante mudanza en hechura y colores, la moda es cosa del mismo diablo, personaje igualmente voluble, tornadizo, trasformista, desfigurado y quimérico. ¿Quién sino el diablo pudo inspirar el miriñaque, el polisón y, últimamente, sin ir más lejos, las faldas trabadas que nos obligaban a un pasito de paloma, menudo, corto, sutil, deslizado?

El comienzo de la difícil empresa vino a recoger su desparramada energía. Hasta entonces, Ramiro divagaba por el mundo desmesurado y quimérico de las ambiciones nacientes. Pasábase las horas y las horas imaginando hazañas inauditas o exaltando ansias de imperio y de grandeza, que él miraba luego colmarse una a una, a lo largo del porvenir, como tinajas de subterráneo tesoro.

Con razón o sin ella, le atribuía indiferencias e imposibilidades de ídolo; la suponía extraña a cualquiera de las adhesiones que inspiraba; la colocaba en un aislamiento quimérico; y esto bastaba para satisfacer al secreto instinto que, a pesar de todo, existe en el fondo de los corazones menos ocupados de ellos mismos, a la necesidad de imaginar que Magdalena era invencible y no amaba a nadie.

Edwin se fijó en que esta ave extraordinaria tenía las formas fantásticas de los dragones alados que imaginaron los escultores de la Edad Media al labrar los capiteles y gárgolas de las catedrales. Su cuerpo estaba revestido de escamas metálicas y tenía en su parte delantera una cabeza de monstruo quimérico, con dos globos de faro á guisa de ojos.

Nuestra inclinación aventurera, en la cual latía ya la inquietud atávica del vasco, pudo aumentarse más oyendo las narraciones de Yurrumendi el piloto, el viejo y fantástico Yurrumendi, amigo y contertulio de Zelayeta padre. Eustasio Yurrumendi había viajado mucho; pero era un hombre quimérico a quien sus fantasías turbaban la cabeza.

Traía sabios europeos para la Prensa y las cátedras, colonias para los desiertos, naves para los ríos, intereses y libertad para todas las creencias, crédito y Banco Nacional para impulsar la industria; todas las grandes teorías sociales de la época para modelar su gobierno; la Europa, al fin, a vaciarla de golpe en la América y realizar en diez años la obra que antes necesitara el transcurso de siglos. ¿Era quimérico este proyecto?